sábado, 16 de abril de 2011

Victoria


Estamos acostumbrados a llamarle al sábado de semana santa como “Sábado de Gloria”, porque es en la noche del Sábado Santo en que “se abre la gloria”. Esto es en parte verdadero y en parte falso. Efectivamente es en la noche del sábado, de acuerdo con nuestra forma de contar los días, pero según la costumbre judía de conteo, en realidad es la madrugada del domingo, pues ellos cuentan el día a partir del atardecer.
De cualquier forma, en ambos casos la “gloria” del sábado es hasta en la noche, lo cual quiere decir que continúa el espíritu reflexivo del Viernes Santo (Cfr. Cruz) aunque animado con la certeza de la Resurrección. La Iglesia ora junto al sepulcro, esperando con ansia la Resurrección de su amado (Cristo).
Durante la mañana, se suele rezar el Via Matris (en latín: “Camino de la Madre”), que es recorrer en sentido inverso las estaciones del Via Crucis acompañando a María, que regresa del sepulcro hacia su casa, reviviendo aquellos hechos que, como profetizó Simeón, le atravesaron el corazón como una daga (Lc 2,35).
Una vez que ha anochecido el sábado (y antes de que amanezca el domingo), se celebra la “Madre de todas las Vigilias”, la Celebración más importante del Año Litúrgico: la Solemne Vigilia Pascual. Es una celebración hermosa, llena de tantos signos que necesitaría varias entradas para explicarlos uno a uno.
La Celebración se divide en cuatro momentos:
  1. Lucernario.
  2. Liturgia de la Palabra.
  3. Liturgia Bautismal.
  4. Liturgia Eucarística.

Lucernario.
Comienza con una fogata en el exterior del Templo, donde nos reunimos los fieles. Estamos esperando la Resurrección, somos “el pueblo que caminaba en tinieblas y vio una gran luz” (Is 9,2; Mt 4,16). El sacerdote toma un cirio (el Cirio Pascual), que representa a Cristo mismo, “Luz del mundo”. Tras la bendición de la fogata (el Fuego Nuevo), se adorna el Cirio resaltando nuestra fe en Cristo Principio y Fin, Alfa y Omega (la primera y última letras del alfabeto griego), dueño del tiempo y la eternidad. Una vez encendido, nos dirigimos en procesión hacia el templo.
Llegando al Templo, tiene lugar uno de los momentos más solemnes e importantes, que nos da el sentido completo de la celebración: El Pregón Pascual. Es un cántico de triunfo, de acción de gracias, de gozo para el cielo y la tierra “por la victoria de Rey tan poderoso”, pues Cristo “ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán, y ha borrado con su sangre inmaculada la condena del antiguo pecado”, porque “ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende a victorioso del abismo”. Esta “noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos” y “une el cielo con la tierra, lo humano con lo divino” (los entrecomillados fueron tomados textualmente del Pregón).

Liturgia de la Palabra.
Se prescriben siete lecturas del Antiguo Testamento con sus respectivos salmos (pueden reducirse hasta tres o, en caso de extrema urgencia, dos). Son un paseo a través de la historia de la salvación, desde la Creación del mundo, pasando por la promesa hecha a Abraham de un pueblo numeroso, la liberación del Pueblo de la esclavitud de Egipto (tema de la clásica película “Los Diez Mandamientos”) y la cómo los profetas fueron fomentando la esperanza en Cristo.
Recordar estas promesas nos ayuda a reafirmar la Fe en Dios, que no nos abandona, que no olvida lo que nos promete, que ha guiado al Pueblo a lo largo de la historia, preparándolo para recibirlo y seguir sus enseñanzas.
Al concluir la última lectura del Antiguo Testamento (con su salmo y oración correspondientes), se canta el Gloria, pues Dios ha hecho “resplandecer esta noche santa con la gloria del Señor Resucitado”. En ese momento se encienden las luces del templo, que estaba a oscuras, y las velas del altar; se tocan las campanas y el gozo de la Iglesia no puede ser mayor: hemos sido redimidos, hemos sido librados de la muerte y del pecado, porque Cristo ha Resucitado y no volverá a morir.
Se lee el Evangelio de la Resurrección del Señor, precedido por un Aleluya solemne.

Liturgia Bautismal.
En los primeros siglos de la Iglesia, se acostumbraba bautizar a los adultos (a los adultos que se preparaban a recibir el bautismo se les llamaba catecúmenos). Ellos llevaban una preparación de varios años y, cuando eran juzgados dignos de recibir el bautismo por el Obispo del lugar, eran bautizados precisamente durante esta Vigilia (recordemos el Pregón: “lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos”).
La liturgia marca la bendición del agua bautismal (en aquellos lugares en los que hay pila bautismal), que es precedida por la Letanía de los Santos (una invocación a aquellos que ya gozan de la visión de Dios) y se bendice el agua con la que serán bautizados los catecúmenos (o los niños).
Un punto sumamente importante es la “renovación de las promesas de bautismo”. No es que tengan “fecha de caducidad”, al contrario. El problema es que somos olvidadizos y no siempre vivimos de acuerdo a nuestra fe, no siempre renunciamos al pecado ni siempre ponemos a Dios en lo alto de nuestra vida. Por eso es importante que, recordando nuestro bautismo, volvamos a expresar estas promesas.

Los signos que tiene esta hermosa celebración son muchos, y no los alcanzo a agotar en una sola entrada, esto sólo fue una revisión a “vuelo de pájaro”. La sensación que nos queda es que es una fiesta de Victoria, de felicidad, porque el poder del mal sobre nosotros ha sido destruido, porque sólo falta decidirnos verdaderamente para tener un cambio de vida, pues Cristo ya nos ha abierto el paso.
Como en estos días, hoy es posible ganar una Indulgencia Plenaria si, de forma consciente (léase… no automática) renovamos nuestras promesas de bautismo, además de cumplir con las condiciones ya antes dichas (Cfr. Tres Regalos).

Cruz

El día de hoy nos encontramos con muchas diferencias con respecto al día anterior. El gozo, la solemnidad y la belleza de los arreglos del Templo han cambiado. Se respira un aire de reflexión, de silencio, de una cierta pesadumbre. Las imágenes están cubiertas, el altar no tiene mantel, las campanas enmudecen, a los mayores de edad nos obliga el ayuno, y a los de más de 14 años, abstenerse de comer carne (humana, cerdo, res, aves, etc., exceptuando pescados y mariscos). Cristo ha muerto por nosotros.
Viernes Santo, Viernes de la Pasión del Señor. Durante el día, se acostumbra rezar el Via Crucis (en muchos lugares, representado con lujo de detalle, en otros, en la soledad del Templo con gran devoción).
Desde hace mucho tiempo la Iglesia omite por completo en este día (y el sábado) la celebración de la Misa y en su lugar propone una Celebración de la Palabra con la Adoración de la Cruz.
Alrededor de las tres de la tarde (hora en que murió Jesús), comienza la Celebración sencilla pero cargada de signos. El sacerdote, revestido, entra en silencio y se postra en tierra (en tanto que los demás nos arrodillamos). Es un momento de oración, en el que caemos en cuenta que han sido nuestros pecados los que han ocasionado este desenlace. Pido perdón, sí, porque he sido yo y no los judíos quien lo ha condenado a morir injustamente.
Después de una breve oración, se leen las lecturas. Nuevamente, como en el Domingo de Ramos, se lee la Pasión de Nuestro Señor, pero en esta ocasión según san Juan. La lectura es solemne, pero sin velas ni incensario. Es larga, sí, pero trae a mi mente las consecuencias de mis pecados, de mi falta de amor hacia Dios.
Llegando al momento en el que se relata la muerte de Jesús nos arrodillamos y guardamos silencio, en una mezcla de dolor y de agradecimiento, pues he sido rescatado del pecado a un gran precio, pero no he sabido apreciarlo como es debido.
Tras la explicación del sacerdote, es momento de hacer una oración por todo el mundo, creyentes y no creyentes, pues la salvación ha venido para todos. Son oraciones largas, pero llenas de un verdadero amor por cada uno de los hombres, son las súplicas sinceras de la Iglesia que quiere llevar la salvación a todos.
Viene el momento central: la Adoración de la Cruz. Es Adoración en el sentido pleno del término, es decir, el culto que solamente se le da a Dios. Es verdad que se trata de un infame instrumento, que ha torturado y arrancado hasta la última nota de dolor de Cristo, que le ha provocado la muerte. Pero es, a la vez, un signo del seguimiento y de la misión de Cristo (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23; 14,27): “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.
Le rendimos adoración no al objeto material, no a ese madero que se nos muestra, sino al Dios que está presente verdaderamente en el gran misterio de la muerte y el sufrimiento. Ante “el árbol de la Cruz, donde estuvo clavado Cristo, el Salvador del Mundo” que se nos muestra para adoración, palpamos el inmenso amor que Dios nos tiene, hasta el punto de entregarse a sí mismo, de dar la vida. En silencio y con respeto, muestro con pesadumbre un signo pequeño de gratitud, un beso, una reverencia, hincar mi rodilla en el suelo, pero la Cruz no pasa desapercibida, me recuerda que Ella no ha sido quien lo mató, he sido yo, con mis faltas, con mis pecados, con mi gran falta de amor. Es la voz silenciosa de Dios que me pregunta “¿Pueblo mío, qué te he hecho, en qué te he ofendido?”.
La Iglesia, dolida, no ha querido celebrar la Misa, porque le recuerda que Él murió, porque sabe que en la Eucaristía está presente esa entrega (Tomen y coman… es mi Cuerpo que se entrega, es mi Sangre que se derrama). Pero también sabe que es la única fuerza que nos sostiene, que es nuestro alimento, y que ese sacrificio no fue en vano, que Él quiso quedarse en la Eucaristía. Por ello, se nos da la comunión (sin la consagración, ni el canto del Cordero de Dios ni el saludo de paz) en un ambiente propio de oración.
Este día no es, modo alguno, el día de los derrotados, de los que han sido vencidos. La muerte de Cristo nos duele, o nos debe doler, porque es un inocente que ha muerto por ti y por mí, por todos, por los ateos y por los satánicos, por los católicos y los protestantes, por hinduistas y musulmanes. Sin embargo, nos consuela saber que esta muerte es temporal, pasajera, que no es derrota, sino victoria, que en realidad es el comienzo de la liberación, que el pecado y la muerte han dejado de tener poder sobre nosotros. Dios está culminando su obra de salvación.
La Celebración del Viernes termina como comenzó: en silencio. Nos retiramos con congoja, pero con la llama de la esperanza que arde sin apagarse: Él resucitará, Él vencerá, Él hará resplandecer su poder.
En muchos lugares, se acostumbra rezar el “Rosario del Pésame a la Virgen” y hacer la Procesión del Silencio. Son signos de dolor, de penitencia, de arrepentimiento. Pero insisto, no estamos derrotados, la esperanza no ha muerto. Él lo prometió, y Él lo cumplirá: Resucitará para no volver a morir.
Algunas personas me han preguntado que si en este día no se puede escuchar radio, ver la televisión, etc., yo siempre les respondo: cada quien muestra su dolor, su arrepentimiento de forma distinta, pero si la radio y la televisión no te ayudan a vivir con intensidad este momento para el cual te preparaste durante la Cuaresma, si te distraen del ambiente de silencio y de oración propios del día, la decisión es tuya: aprovechar o no este momento de comunicación con Dios.
Como en el día anterior, hoy es posible ganar una Indulgencia Plenaria si, con devoción, participamos en la Celebración de la Adoración de la Cruz, además de cumplir con las condiciones ya antes dichas (Cfr. Tres Regalos).

Tres Regalos



Hay una canción que en México hicieron famosa el trío Los Dandys: Tres regalos (solo basta una sonrisa para hacerte tres regalos, son el cielo, la luna y el mar)… pero no me refiero a esos en este blog, sino a otros más importantes, duraderos y necesarios.
El Jueves Santo, por lo general asistimos al Templo a ver “El lavatorio de pies” (un niño que conocí decía el “laboratorio”) y, por lo menos en México, hacemos la visita a las “Siete Casas” (se visitan siete templos en memoria de las siete lugares a los que fue llevado Jesús preso antes de ser condenado a muerte).
Sin embargo, el sentido profundo del Jueves Santo va más allá de esas dos prácticas, buenas, pero que no reflejan la totalidad del sentido profundo del día.
Misa Crismal en Roma
Por la mañana, en todo el mundo los sacerdotes acuden a la Catedral a concelebrar junto con su Obispo la Misa Crismal (en algunos lugares, por las distancias que hay entre todas las poblaciones de la Diócesis, esta misa se celebra antes del Jueves Santo). En ella se consagra el Santo Crisma (que será utilizado en los sacramentos del Bautismo, Confirmación y el Orden Sacerdotal y en la Consagración de Templos y Altares), el Óleo de los Enfermos (usado en el Sacramento de la Unción) y el Óleo de los Catecúmenos (empleado durante el Bautismo). Sin embargo, el sentido de esa celebración va más allá de bendecir los Óleos: los sacerdotes renuevan ante su Obispo sus promesas de obediencia y respeto, de vivir la pobreza, la castidad y la obediencia evangélicas. Es una fiesta del sacerdocio.
Esta celebración matutina tiene su fuente en la vespertina: el Jueves Santo o “Misa de la Cena del Señor”. En ella volvemos a vivir lo sucedido aquel Jueves, cuando Jesús celebraba la Pascua Judía con sus discípulos. Antes de padecer, Él nos quiso dejar tres regalos invaluables, que seguimos disfrutando y que están relacionados entre sí.

Primer regalo: La Eucaristía.
En medio del rito de la Cena Pascual, Jesús inserta algunos elementos nuevos, definitorios, que hacen la diferencia: el rito indicaba que quien presidía partiera el pan y lo repartiera a los demás, pero Él no sólo lo hace de ese modo, sino que les dice “Esto es mi Cuerpo que se entrega por ustedes”; al dar la copa de vino Él asegura “Esta es mi Sangre que se derrama por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados”.
Cristo (que significa Ungido… ver Entrada Triunfal) sabe que tiene una misión Redentora en este mundo, que su Muerte será la que salve el mundo. Él, como Dios, anticipa su Muerte y su Resurrección en dos signos sencillos: el Pan y el Vino, que se convierten en su Cuerpo y su Sangre.
Él mismo se nos da como Alimento, para fortalecernos en nuestro caminar, para ayudarnos en la lucha contra el mal, para hacernos más semejantes a Él. Es un misterio profundo, que no alcanzamos a comprender. Pero es real. En ese día celebramos que se cumple la profecía (Is 7,14; Mt 1,23), que Jesús es “Dios con nosotros” (Emmanuel), que se ha quedado con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20).

Segundo regalo: el Sacerdocio.
Dios pudo haberle confiado a los ángeles (mucho más dignos que nosotros sin duda) el poder hacer presente el Cuerpo y Sangre de Cristo en medio del mundo a través de la Eucaristía, pero no lo quiso así. Él da un mandato: “Hagan esto en memoria mía”. La obra de salvación iniciada por Jesús se prolonga en el tiempo a través del ministerio sacerdotal (entendido como servicio a la Iglesia…) y el sacerdote está unido irremisiblemente al Misterio de su Muerte y Resurrección. Por eso el sacerdote, en la Misa Crismal, renueva su adhesión a este Misterio.
El sacerdote debe buscar hacerse semejante a Cristo, imitarlo y volcar su vida totalmente hacia los demás. Muchos lo han logrado. En un mundo que suele fijarse exclusivamente en los errores y defectos de los sacerdotes (muchos de los cuales no tienen justificación alguna), es importante que veamos que son sólo algunos los que han fallado, que no son todos ni es generalizado. Hay muchos sacerdotes, conocidos y desconocidos que luchan por vivir conforme el mandato de Jesús, que su vida es un ejemplo de santidad y en verdad son más numerosos que los que fallan.
Este regalo es para todos, para la Iglesia, y tenemos la grave responsabilidad de cuidarlo. Muchas veces nos hemos quejado de algún sacerdote, pero pocas hemos hecho algo por tener mejores sacerdotes (orar por ellos, educar bien a nuestras familias, etc.). Sin duda, es uno de los regalos que más hemos desaprovechado.

El mandamiento del amor.
Antes de comenzar la cena, Cristo hizo un signo que para nosotros no reviste mucha importancia, pero que tiene implicaciones muy profundas (Jn 13,4-15): lavó los pies a sus discípulos. Para la cultura judía de la época, esa actividad estaba reservada exclusivamente a los esclavos no judíos, ya que era de lo más denigrante que podía existir, de tal forma que el esclavo que lo hacía era el de más baja categoría.
Bajo esta perspectiva es que entendemos por qué Pedro le dice a Jesús “Tú no me vas a lavar a mí los pies”. Pero a partir de ahí, Jesús da un discurso sobre la importancia de este signo, que se resume en lo siguiente: “Éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, así como yo los he amado” (Jn 15,12).
Cristo, siendo Dios, se rebaja hasta el punto de lavar los pies a sus discípulos. Con esto lo que nos quiere mostrar es que nuestra vida debe ser un constante servicio hacia los demás, pero un amor auténtico que brota del amor de Dios hacia nosotros, de un verdadero interés por el bienestar de la persona.
Al final, iniciamos la semana Santa con estos tres regalos, que no son otra cosa sino una muestra del infinito amor que Dios tiene hacia nosotros a pesar de que nos esforzamos por rechazarlos.
Hay que vivir la Celebración del Jueves con alegría, con gratitud: es un día de gozo (por eso repican las campanas durante el canto del Gloria, omitido en la Cuaresma), que anticipa el sacrificio que Él hará por nosotros (y por eso enmudecen las campanas, se tapan las imágenes, se desnuda el altar) y que es el tema central del Viernes Santo.
Como nota extra, hay la posibilidad de ganar la Indulgencia Plenaria este día (es el perdón de la pena en el purgatorio) si durante la reserva del Santísimo Sacramento, que sigue a la Misa, recitamos o cantamos el himno eucarístico del "Tantum Ergo" ("Adorad Postrados") o si visitamos por espacio de media hora el Santísimo Sacramento reservado en el Monumento para adorarlo. Las condiciones para ganar la Indulgencia son:
  1. Hacer la obra prescrita.
  2. Confesarse (una confesión vale para varias indulgencias).
  3. Comulgar (preferentemente el mismo día).
  4. Proponerse, ante Dios, no cometer pecados mortales y veniales con intención.
  5. Hacer una oración por el Papa Benedicto XVI (un Padrenuestro, una Ave María y un Gloria al Padre).

domingo, 10 de abril de 2011

Entrada Triunfal



Con el Domingo de la Pasión del Señor (o de Ramos) comienza la llamada “Semana Mayor” o “Semana Santa”. Es una celebración llena de símbolos, de un significado sumamente profundo que pocas veces alcanzamos a conocer.
La gente suele ir este día a Misa porque se bendicen los ramos que ellos colocarán en las puertas de las casas como una “protección contra el mal” (cualquier parecido con un amuleto, es mera verdad). Yo he conocido gente que ha llevado los ramos de las vecinas que no pudieron ir pero que quieren sean bendecidos.
Debemos situarnos en el contexto original. Jesús ha predicado durante alrededor de tres años de Vida pública, ha hecho obras prodigiosas, se ha confrontando con escribas, saduceos y fariseos, se ha dirigido a judíos, samaritanos e incluso, paganos (nota: para los judíos los samaritanos ya eran paganos), ha formado unos seguidores (los discípulos y unos más cercanos: los apóstoles) y se ha atribuido a sí mismo títulos mesiánicos (que en los siguientes párrafos explicaré), generando así una expectativa en el pueblo.
"David". Miguel Ángel
Ateniéndonos a la historia, hacia el año 1000 a.C. se formó una monarquía poderosa que agrupó a los judíos bajo la égida de David, quien se convirtió en el prototipo de rey y fue depositario de varias promesas, entre ellas que un descendiente suyo iba a gobernar no sólo ese pueblo, sino que iba a ser el rey más poderoso sobre la tierra que jamás se haya conocido. El rito de nombramiento de un rey implicaba que era ungido por Dios (un profeta derramaba aceite sobre su cabeza). Después de David, su hijo Salomón construyó el Primer Templo de Jerusalén pero, por diversas cuestiones, a su muerte el Reino original se dividió en dos (Judea, en el sur y Samaria en el Norte). El primero en desaparecer fue el del norte (año 722 a.C., conquistado por los asirios), en tanto que el del sur sobrevivió hasta el año 587 a.C. (bajo el empuje de Nabucodonosor de Babilonia).
Desde entonces, los judíos en vano intentaron restaurar la monarquía, y los profetas se orientaron en mantener la esperanza de un Mesías (significa ungido) que vendría a restaurar el Reino de David y sería el heredero prometido desde antaño. Después de los Babilonios (y de un breve momento de autonomía), vinieron los griegos y los romanos (quienes pusieron al frente como rey a Herodes, un asmoneo).
Es en este contexto que los judíos esperaban inminentemente a un rey que los libraría de la opresión romana y cumpliría la promesa de los profetas (y la del rey David). Pero ellos lo concebían como un gobernante temporal, es decir, un rey 100% terrenal, que sería “Hijo de Dios” (ese es otro título mesiánico) por su cercanía con Él. Iba a ser un prodigioso militar que gobernaría a las naciones “con cetro de hierro y mano poderosa”.
Así es como reciben a Jesús: ellos entienden que se trata del Mesías prometido. Hasta ahí vamos bien. El único problema es que el Mesías que fue profetizado no era exactamente lo que ellos esperaban: su Reino no es de este mundo, su cetro es un yugo suave con carga ligera, sus leyes se llaman bienaventuranzas y su Misión es vencer al mayor enemigo del hombre: el pecado.
El pueblo lo recibe con palmas (como a un Rey) y le gritan “Hosanna” (sí, nosotros lo repetimos en el canto del Santo: “Hosanna en el cielo…”), es decir, “Sálvanos, te lo pedimos”. Ellos esperaban que los liberara del Imperio Romano, Él venía a liberarlos del pecado. Ellos esperaban un ejército numeroso, Él solamente traía doce apóstoles (de los cuales 1 lo traicionaría, 10 huirían y sólo 1 permanecería fiel) y algunos discípulos a los que encomendaría ganar el mundo para Dios. Esperaban un rey rico, Él no tenía “dónde reclinar la cabeza” e incluso su entrada triunfal la hace sobre un burro (¿Cuándo un rey ha entrado en burro?) que era prestado.
Los judíos, al descubrir “el capital” con el que contaba el autoproclamado Rey de los judíos, lo abandonan, lo olvidan y se sienten defraudados porque no correspondió a sus expectativas: de nada sirvieron los signos prodigiosos (curaciones, exorcismos, multiplicación de los panes, la resurrección de Lázaro, etc.), porque Dios no respondió a su necesidad de salvación: liberarlos de los romanos.
La liturgia tiene una característica: hace actual lo pasado, es decir, lo que alguna vez sucedió en el pasado, se repite y se vuelve a vivir en el presente gracias a los signos de la liturgia. Esto sucede para bien y para mal.
El Domingo de Ramos vuelve a ser la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, a la ciudad santa de Dios: a nuestra vida. De Él, esperamos que sea un Rey, pero, ¿Qué tipo de Rey? ¿Esperamos uno que viene exclusivamente a salvarnos del banco, del desempleo, de nuestros problemas económicos, familiares, sociales, etc.? ¿Esperamos un amuleto que nos protege contra el mal? ¿Un Rey que hace lo que yo le pido (si me das esto, voy a tal lado a visitarte, o cúrame, dame, y si no lo haces es que eres malo)? O en verdad estamos esperando al Rey que ha de venir a salvarnos del pecado.
Hay que tener todo esto en mente cuando, en el Domingo de la Pasión del Señor o de Ramos, participemos (ya sea que hay procesión solemne o no) en la Celebración, ya que eso significa que cada uno de nosotros reconoce a Jesús como su Rey, como el Mesías y le gritaremos Hosanna, sálvanos. ¿De qué queremos que nos salve? Si Él es nuestro Rey, ¿Hasta dónde estamos dispuestos a obedecer su Ley y escuchar su mensaje?
En el transcurso de la semana publicaré las entradas del resto de los días santos (sigue abierta la oferta de sugerencia de temas).
Te recomiendo, además, seguir el blog hermano https://www.facebook.com/LiturgiayTradicionCatolica/

domingo, 3 de abril de 2011

Primer Millar. Recapitulando



Esta entrada (la número 14) es muy especial: festejo mi primer millar. El día 2 de abril de 2011 tuve el visitante número mil a este blog. No esperaba yo tan pronto alcanzar ese número. Es gratificante para mí saber que hay muchos usuarios que de alguno u otra forma visitan mi espacio de reflexión. Sin duda, alguien que ha sido de gran apoyo es Manuel, que sin faltar en ninguna entrada ha dejado su comentario. Muchas gracias, Manuel, también por el apoyo que me has dado y los consejos sabios.
Como es de esperarse, la mayoría de los visitantes son de mi propio país, México (231), pero España no se queda atrás (131), seguida ya un poco más lejos por Estados Unidos (29), Colombia (25), Chile (19), Perú (17), Argentina (14), Venezuela (12) y otros países más (disculpen los visitantes si omito su país, pero son alrededor de 22 países).
Más que el número de visitantes, me interesa que los contenidos que pongo aquí les sean de utilidad, les ayuden no sólo como cultura general, sino que les permitan conocer, profundizar y vivir de mejor manera la religión católica.
Por esta misma razón, les pido a mis visitantes que si tienen alguna inquietud o sugerencia de tema, con gusto lo abordaré (siempre y cuando obviamente esté dentro de mis capacidades y no sin realizar una buena investigación). En mi cabeza tengo muchos temas pendientes, pero me gustaría mucho saber sus inquietudes.
 Si hacemos una recapitulación breve, salvo la “interrupción” sobre la beatificación de Juan Pablo II (Beato Juan Pablo II) y el Miércoles de Ceniza (Martes de Carnaval), hemos hablado primero sobre la fe y la razón, sobre cómo la ciencia y la teología se pueden ir ayudando a encontrar la verdad y cómo debe ser esta relación armónica (Dos Alas, La Estrella).
A continuación comenzamos por definir las fuentes del estudio de la Religión (La Estrella) para luego realizar un primer acercamiento sobre la Biblia, donde partimos del hecho que la Biblia es un libro Divino y, por lo tanto, no se equivoca en su mensaje de salvación (¿Libro Divino o humano?) y luego fuimos acercándonos a algunas pautas para una lectura más crítica de la Biblia, no sin dejar de lado a los Evangelios Apócrifos (Estigma, El evangelio de Judas 1 y 2).
Pero un punto clave, fundamental, que no he abordado directamente en las entradas anteriores (pero que con ello quiero cerrar este primer “ciclo” sobre la Biblia) es que los judíos consideraban a la Palabra como “Viva y eficaz”.
Cuando los saduceos interrogaron a Jesús con respecto a la resurrección de los muertos (ya que ellos no creían en la Resurrección: Mt 22,23-32) a través del ejemplo de una viuda que se casaba con siete hermanos (uno a la vez) pero sin tener descendencia, Él les responde una forma clara: «Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído lo que les fue dicho por Dios, cuando dijo: "Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob"? Él no es Dios de muertos, sino de vivos».
Puede haber (y de hecho hay) un sinfín de interpretaciones a esta cita bíblica, pero la que me interesa compartir con ustedes es la siguiente: la Palabra de Dios, si bien fue escrita hace ya cientos de años, está dirigida a nosotros, los vivos. La Biblia es actual, su mensaje es para cada uno de nosotros, Dios nos habla en nuestro tiempo, en nuestra realidad, y nos invita a amarlo. Por eso es viva y eficaz.
Hay muchos métodos para leer la Biblia, pero algunos sencillos pueden acercarnos a Ella sin mucha dificultad.
En algunos lugares recomiendan abrir al azar una página de la Biblia y leer un pasaje, y “con seguridad ese es el mensaje de Dios para ti en ese momento. Nada más falso y perjudicial. Al leer de este modo, sacamos el pasaje de su contexto, lo leemos a medias y entonces tenemos que “forzar” la interpretación del pasaje a un mensaje para mí. No es este un método que recomiende si se quiere comenzar el camino de la lectura bíblica.
Un método eficaz, provechoso, puede ser la lectura ordenada de pasajes bíblicos, y sólo necesitaríamos de tres a cinco minutos diarios de lectura y unos cuantos de reflexión. Recomiendo comenzar por los evangelios, porque en ellos Dios nos habla directamente y toda la Biblia (sí, toda) se entiende plenamente a la luz de ellos.
Es importante comenzar por ponerse en la presencia de Dios, con una oración sencilla y a continuación leer el pasaje (insisto, en secuencia, es decir, lo que sigue del pasaje que leí el día anterior). Una vez que termino (pueden ser de tres a cinco minutos) me hago preguntas como ¿Quiénes son los personajes que aparecen? ¿Qué quiso decirles Jesús? Si yo estuviera en ese pasaje y tiempo, ¿Con quién me identificaría? ¿Qué me diría Jesús? Y, algo muy pero muy importante, ¿Qué cosas debo hacer para vivir este mensaje? Obviamente no se tiene que seguir este cuestionario, la idea es que sea algo natural, un diálogo con Dios (pues no olvidemos que es Él quien nos habla, e incluso hasta podemos preguntarle a Él), que nos debe llevar a un cambio en nuestra vida (aunque sea pequeño). Para concluir el momento, le agradecemos a Dios lo que pudo habernos inspirado.
Hay otros métodos, que más adelante iremos abordando.
El próximo domingo (y durante esa semana) estaré publicando varias entradas con motivo de la Semana Santa y la Pascua: en ellos explicaré un poco del sentido que cada uno de esos días tiene (Domingo de Ramos, Jueves, Viernes y Sábado Santos, Domingo de Resurrección y el tiempo de Pascua), con la intención de ayudarnos a vivir mejor estos días. Después de esos posts, abordaré otros temas (que si ustedes gustan me pueden sugerir).