domingo, 31 de julio de 2011

De quien menos pensaba



Una de las historias menos conocidas de la Biblia es la de Rajab, una prostituta. Una vez que el pueblo abandonó el desierto después de 40 años, Moisés concluyó su Misión (conducirlos hacia la Tierra Prometida a Abraham en antaño) y en quien recaería el inicio de la Conquista de esa tierra era Josué (como nota, la conquista del territorio concluiría con el Rey David).
Uno de los puntos estratégicos para comenzar la invasión era la fortaleza de Jericó (ciudad amurallada). Este lugar era importante no sólo desde el punto de vista militar, sino desde el religioso: significaba que el Dios de Israel era mucho más poderoso que los dioses de los pueblos de dicho lugar, que Él estaba con Josué (su elegido) y que la promesa que Dios en un tiempo hizo a Abraham (la Tierra que poseería) estaba por cumplirse.
Pues en ese contexto, Josué envió a dos espías a Jericó (libro de Josué, capítulo 2) y fueron a hospedarse en la casa de una mujer llamada Rajab, que tenía por oficio el ser prostituta. El rey del lugar se enteró y le pidió a ella que se los entregara (obviamente para matarlos), pero ella los escondió en su casa y dijo que habían vuelto al campamento de Josué al caer la tarde.
Ella, al regresar a su casa, se dirigió a los espías en estos términos:
«Sé que el Señor les ha dado la tierra; hemos oído cómo el Señor secó el agua del mar Rojo delante de ustedes cuando salieron de Egipto, y de lo que hicieron a los dos reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán, a Sehón y a Og, a quienes destruisteis por completo.
Ahora pues, júrenme por el Señor, ya que les he tratado con bondad, que ustedes tratarán con bondad a la casa de mi padre, dejarán vivir a mi padre y a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas, con todos los suyos, y que librarán nuestras vidas de la muerte» (Jos 2,10-13)

Los espías, después de jurar cumplir con esa promesa, se escondieron en los montes cercanos y después de tres días regresaron al campamento.
Cuando Josué decidió atacar Jericó, dio esta orden a los espías:
«Entren en la casa de la prostituta, y saquen de allí a la mujer y todo lo que posea, tal como se lo juraron. Entraron, pues, los jóvenes espías y sacaron a Rajab, a su padre, a su madre, a sus hermanos y todo lo que poseía; también sacaron a todos sus parientes, y los colocaron fuera del campamento de Israel.» (Jos 6,22-23).

Rajab vivió con su familia en medio de Israel. No vuelve a ser mencionada sino hasta el Nuevo Testamento, cuando el evangelista san Mateo nos enlista la ascendencia de Jesús:
«Salmón engendró, de Rajab, a Booz, Booz engendró, de Rut, a Obed, y Obed engendró a Isaí; Isaí engendró al rey David. Y David engendró a Salomón de la que había sido mujer de Urías.» (Mt 1,5-6).

De acuerdo con esta cronología, Rajab se convirtió en la tatarabuela del rey David, quien además no sólo es el ancestro más ilustre de Jesús, sino que en muchas ocasiones se hace referencia al Mesías como Hijo de David (y no sólo por linaje, sino por el profundo significado que tuvo para el pueblo de Dios). De quien menos se podría pensar, Dios quiso que descendiera su Hijo.
Muchas veces Dios nos sale al encuentro en nuestra vida, revestido de tantas formas (para Rajab, en forma de espías) y está en nosotros saber aprovechar esos encuentros “casuales” para sacar provecho (Rajab evitó que su familia fuera pasada a cuchillo, lo cual era la regla de guerra en esos tiempos y lugares).
A pesar del pasado que se tenga (el de Rajab no era nada virtuoso…), somos elegidos para colaborar con Dios en su plan no por nuestros méritos, sino simplemente porque Dios así lo quiere. La única labor de Rajab fue esconder a los enviados de Josué y despistar al Rey de Jericó. No importaba su pasado ni su actividad, lo que sí importó era su deseo de cambio.
El hecho de reconocer ante estos espías al Señor como Dios verdadero (en detrimento de sus propios dioses) ya representa un deseo de cambio que, con el tiempo, cristalizó en una nueva vida e, incluso, ella fue una de las piezas clave para que su plan de Salvación pudiera cumplirse. De quien menos esperaría uno.
Dios se hace el encontradizo en el camino (como a los discípulos de Emaús), nos invita a seguirlo a pesar de nuestra historia personal y que formemos parte activa del plan que Él tiene para la humanidad. No importa nuestra vida pasada (para ello, existe la confesión), lo que importa es que en adelante cambiemos de vida, nos dejemos transformar por él y luchemos cada día por vivir de acuerdo a lo que Él nos enseñó mientras vivió en medio de nosotros.

domingo, 24 de julio de 2011

Otro encuentro casual

Es muy conocida la historia de Abraham, a quien Dios, en una prueba de fe, le pidió que sacrificara a su hijo único en su honor, el cual había sido fruto de una promesa divina (tendrás una descendencia numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar…).
Sin embargo, un pasaje un poco menos conocido (y no por ello menos importante) es el que se dio en el Encinar de Mambré, donde vivía Abraham:
 «Cuando alzó los ojos vio a tres hombres estaban parados frente a él; y al verlos corrió de la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra, y dijo: Señor mío, si ahora he hallado gracia ante tus ojos, te ruego que no pases de largo junto a tu siervo. Que se traiga ahora un poco de agua y lávense los pies, y reposen bajo el árbol; y yo traeré un pedazo de pan para que se alimenten, y después sigan adelante, puesto que han visitado a su siervo. Y ellos dijeron: Haz así como has dicho.
Entonces ellos le dijeron: ¿Dónde está Sara tu mujer? Y él respondió: Allí en la tienda. Y aquél dijo: Ciertamente volveré a ti por este tiempo el año próximo; y he aquí, Sara tu mujer tendrá un hijo.
Entonces los hombres se levantaron de allí, y miraron hacia Sodoma; y Abraham iba con ellos para despedirlos. Y el Señor dijo: ¿Ocultaré a Abraham lo que voy a hacer, puesto que ciertamente Abraham llegará a ser una nación grande y poderosa, y en él serán benditas todas las naciones de la tierra? Porque yo lo he escogido para que mande a sus hijos y a su casa después de él que guarden el camino del Señor, haciendo justicia y juicio, para que el Señor cumpla en Abraham todo lo que Él ha dicho acerca de él.
Y el Señor dijo: El clamor de Sodoma y Gomorra ciertamente es grande, y su pecado es sumamente grave. Descenderé ahora y veré si han hecho en todo conforme a su clamor, el cual ha llegado hasta mí; y si no, lo sabré. Y se apartaron de allí los hombres y fueron hacia Sodoma, mientras Abraham estaba todavía de pie delante del Señor» (Gn 18,1-22))

A partir de ese momento, Abraham comienza una negociación con Dios para evitar que Sodoma y Gomorra sean destruidas, pero dado que el pecado de ambas ciudades estaba sumamente extendido en las personas, sucedió dicha destrucción.
En la entrada anterior, reflexionábamos sobre cómo Elías iba a encontrarse con Dios (pues esa era su misión) en el Monte Tabor. Era él quien buscaba a Dios, quien necesitaba su presencia y su aliento.
En este caso, es Dios quien busca a Abraham, no viceversa. Dios le sale al encuentro a Abraham cuando él menos se lo espera, cuando ni siquiera estaba preparado para recibirlo (me imagino la escena corriendo por todo el campamento dando gritos y órdenes para atender a sus visitantes).
Ciertamente Abraham tiene la sensibilidad para reconocer a Dios (se postró rostro en tierra, homenaje exclusivo a la divinidad) y la solicitud de atenderlo, lo cual le valió, en reciprocidad, el cumplimiento de la promesa que mucho tiempo atrás Dios le había hecho en la tierra de donde lo sacó.
En nuestra vida, en numerosas ocasiones es Dios también quien nos sale al encuentro, en pequeños y grandes detalles, si volteamos atrás y con objetividad revisamos nuestra vida, podemos descubrir sin duda su presencia ante muchas “coincidencias de la vida” (llamadas también “Dioscidencias”), su actuar es callado, pasa delante de nosotros y cada uno decide si lo recibe y lo obliga a detenerse (como lo hizo Abraham) o simplemente lo deja pasar de largo como un hecho más.
En mi propia vida yo he descubierto el actuar de Dios muchas veces en contra de lo que yo quiero (y le doy gracias por ello), pero hay hechos de mi vida que no puedo explicar sin hacer que Dios intervenga porque la “coincidencia” de circunstancias la verdad no es explicación, no es suficiente, o por lo menos no para mí.
Abraham ya había desarrollado la sensibilidad (fruto de un trato a Dios como de amigo por muchos años) para encontrarlo en esa visita tan simple, pero nosotros debemos luchar por quitarnos la vela de los ojos para poder descubrirlo en cosas sencillas, en los hechos triviales, en nuestra historia personal. No es esperar una aparición como las de Elías o de Abraham, sino ver que, detrás de cada hecho importante de nuestra vida, está Su sabiduría amorosa que procura el mayor bien para nosotros.
El verdadero encuentro con Dios no sólo da frutos y dones para el que interactúa con Él (en este caso, renovar la promesa del hijo); también lo hay para la gente que te rodea. Dios iba con la intención firme de destruir completamente las ciudades y, tras una larguísima negociación, Abraham consigue “arrancarle” de las manos a Dios la salvación para los justos (en este caso, sólo el primo de Abraham, Lot y su familia).
Si el encuentro con Dios no nos remite necesariamente al prójimo, a las personas que están a mi lado (me caigan bien o no), si no me hace ser mejor cristiano, más caritativo (no en el aspecto económico, sino en darme, en amar a los demás), entonces o una de dos, o no fue un encuentro real con Dios o yo simplemente dejé que pasara a un lado mío sin hacerle caso alguno.

domingo, 17 de julio de 2011

¿Dónde estás, corazón?


El profeta Elías
Hace mucho tiempo (alrededor del 850 a.C.) existió un profeta llamado Elías. A pesar que no existe directamente un libro llamado “del profeta Elías”, es el máximo representante del profetismo bíblico: cuando la Transfiguración de Cristo en el monte Tabor, aparecen Moisés y Elías a su lado como un símbolo de la Ley (tradicionalmente se dice que fue Moisés el redactor de la Torah, que contiene los preceptos de la Ley) y de los profetas, es como una forma de decir que Jesús es respaldado por ambos.
Además de esto, se decía que Elías debía venir antes del Mesías a preparar su camino, como una señal que el cumplimiento de la promesa de Dios estaba por realizarse, y en varios pasajes se le pregunta a Juan el Bautista y a Jesús mismo si ellos eran Elías (o alguno de los profetas). Con esto lo que se quiere resaltar es el gran significado que él tenía en el contexto bíblico.
Su ministerio se realizó en una época difícil: siendo Acab rey de Israel (874-853 a.C.) se casó con una cananea llamada Jezabel, siendo ella el “prototipo” de la mujer malvada en la Biblia, ya que manda asesinar a los profetas que había en Israel y hace que la mayor parte del pueblo vuelva sus corazones hacia el dios Baal (muy venerado en la región). Elías, como uno de los últimos, se enfrenta con ella con signos prodigiosos (y también eliminando a los profetas de Baal; 1Re 18) y esto le vale la enemistad de la Reina, quien lo manda asesinar. Ante esto (el relato lo encuentran en el capítulo 19 del Primer Libro de los Reyes), Elías huyó al desierto y sintió deseos de morir, pero recibió ayuda de un ángel junto con la orden de encontrarse con Dios en el monte Horeb (que no es otro que el Sinaí, donde Moisés recibió la Ley). Ahí sucedió lo siguiente:
«Allí entró en una cueva y pasó en ella la noche; y he aquí, vino a él la palabra del Señor, y Él le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías? Y él respondió: He tenido mucho celo por el Señor, Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han abandonado tu pacto, han derribado tus altares y han matado a espada a tus profetas. He quedado yo solo y buscan mi vida para quitármela.
Entonces Él dijo: Sal y ponte en el monte delante del Señor. Y he aquí que el Señor pasaba. Y un grande y poderoso viento destrozaba los montes y quebraba las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Y después del fuego, el susurro de una brisa apacible.
Y sucedió que cuando Elías lo oyó, se cubrió el rostro con su manto, y salió y se puso a la entrada de la cueva. Y he aquí, una voz vino a él y le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías?» (1Re 19,9-13)

La Transfiguración
A partir de ahí, Él recibió una misión importante: ungir un nuevo rey de Israel (pues el actual ya no era digno de la confianza de Dios) y un profeta que lo sustituyera (Eliseo).
Cuando alguien me pregunta cómo se encuentra a Dios, nunca he podido dejar de pensar en este pasaje: no es en los hechos prodigiosos, ruidosos, notorios (el viento, el terremoto y el fuego), sino en medio de la vida cotidiana, en los pequeños signos que pueden pasar desapercibidos donde precisamente está presente (la brisa suave).
Una tendencia muy común es pensar que, para poder encontrar a Dios, es necesario tener una experiencia extraordinaria (una visión, un milagro), o que hay que buscarlo exhaustivamente fuera de uno, o que Él se hará notar de una manera tan aparatosa que no habrá lugar a duda de su existencia.
A Dios lo encontramos en la brisa apacible. Elías lo sabía, y por eso salió cuando la escuchó. Ahí tuvo un encuentro personal, cara a cara, con Dios. Cuando nosotros sinceramente lo buscamos, debemos hacerlo en esos pequeños detalles cotidianos, debemos eliminar todo ruido que nos impida encontrarlo en la suave brisa. Pienso que si Elías hubiera estado platicando con alguien más en la cueva, jamás habría percibido la suave brisa.
Encontrarse con Dios no es fácil, implica una apertura hacia Él, que yo me despoje de prejuicios con respecto a Él y que comience a explorar en la soledad y en el silencio; no sólo exteriores, sino también interiores. No basta con apagar la televisión, la radio, la internet y encerrarse en un cuarto para lograr el silencio y la soledad: me tengo que despojar de todos mis “ruidos internos” (preocupaciones, proyectos, la imaginación, etc.) y enfocarme en tener un contacto en primer lugar conmigo para poder descubrir cómo Él ha actuado en mi vida.
Recuerdo una película (La Historia sin fin, basada en el libro homónimo, me refiero a la película de 1984) donde el protagonista debe pasar por varias pruebas para llegar a cierto lugar. Una de ellas es que él debe verse en un espejo donde se refleja no su exterior, sino su interior. Nadie (hasta ese momento) había podido superar la prueba, pues algunos huían antes por el miedo a saber lo que había en su interior, otros lo hacían una vez que lo conocían. Sólo Atreiu, el héroe, pudo enfrentar su propia realidad, verse al espejo tal y como era y seguir adelante.
Orar en soledad
De la misma forma, buscar a Dios nos pone en contacto con nosotros mismos: al ver nuestros defectos, limitaciones, errores, cualidades, virtudes, aciertos comenzamos por descubrir que es Dios quien actúa en nuestra propia historia de un modo que no nos habíamos percatado.
Demostrar la necesidad de la existencia de Dios es labor del filósofo, ya que con el razonamiento es posible concluir que es necesaria la existencia de un ser supremo, pero no le basta al hombre la certeza de que es necesario que exista, siempre se formulará la pregunta ¿Dónde estás, corazón?, siempre buscará experimentar la existencia de Dios, y eso sólo se logra en el silencio, el recogimiento y la soledad. Una vez que lo descubrimos en nuestra vida, es fácil descubrirlo en los demás, en el mundo… pero por un lado debemos empezar.

domingo, 10 de julio de 2011

Gandhi y los cristianos



Hace unos días recibí la llamada de un amigo que conozco desde hace varios años. Él trabaja en una institución de inspiración católica (muy conservadora), la cual es competencia directa de la institución en donde trabajo. Después de preguntarme sobre mis actividades laborales, me pidió un favor: él estaba promocionando un cierto producto para empresarios y, como no involucraba lo mismo que yo manejo (pero que sí es oferta de otro departamento de mi trabajo), me pidió de favor que le pasara los datos de contacto de empresarios con la finalidad de hablarles y enviarles información para promoción.
Después de despedirme cortésmente y concluir la llamada, me puse a reflexionar sobre la conversación. Desde el punto de vista de la ética meramente humana (sin involucrar el aspecto religioso), lo que me proponían era una violación a lo que se conoce como secreto industrial, que faltara al compromiso que tengo con mi trabajo (en virtud no sólo de un contrato firmado, sino de un convencimiento profundo de vivir la honradez) de no revelar a terceros información que uso dentro de mi trabajo. No se trata solamente de faltar a un compromiso legal, sino de defraudar la confianza que una institución ha puesto en mí, de traicionar la lealtad que debo tener hacia ella: en resumen, es algo que va contra la ética (y por tanto, contra mi religión).
Yo le conozco desde hace tiempo y me sorprende su comportamiento porque sé que ha llevado una formación religiosa bastante profunda y dudo mucho que él haya actuado por instrucciones de su institución, más bien pienso que no le dedicó el tiempo necesario a reflexionar sobre las implicaciones morales y éticas de lo que me solicitaba, pero de cualquier forma, el hecho es el mismo.
Arun Gandhi, nieto de Mahatma Gandhi dijo esto sobre su abuelo:
"Pasaba horas estudiando la Biblia y la vida de Cristo. En particular le gustaba la filosofía expuesta por Cristo en el Sermón del Monte. Tenía muchos amigos cristianos. Al preguntársele por qué no se convertía al cristianismo, respondió: «Cuando usted me convenza de que los cristianos viven conforme a las enseñanzas de Cristo, seré el primero en convertirme»."
Por una parte, este pensamiento de Mahatma Gandhi es entendible, incluso hay un elemento que comparto: somos demasiados cristianos (por el bautismo) en el mundo (en el año 2007 éramos alrededor de 1147 millones de católicos en el mundo, un 17.2% del total mundial), sin embargo, muy pocos de ellos en verdad estamos convencidos de nuestra fe y vivimos de acuerdo con ella por lo que damos un triste testimonio. Creo que la llamada que recibí es un ejemplo claro de cuando los católicos con formación no damos testimonio de nuestra fe… y por ello muchas personas (no sólo Gandhi) se alejan de la religión católica.
Los primeros cristianos eran admirados por la comunidad principalmente por la firmeza con la que vivían su fe, de ellos llegaron a decir "miren cuánto se aman". El libro de los Hechos de los Apóstoles nos narra cómo vivían esas primeras comunidades, cómo eran un ejemplo de la vivencia del Evangelio: “se dedicaban continuamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a la oración. Todos los que habían creído estaban juntos y tenían todas las cosas en común; vendían todas sus propiedades y sus bienes, y los compartían con todos, según la necesidad de cada uno. Día tras día continuaban unánimes en el templo y partiendo el pan en los hogares, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y hallando favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día al número de ellos los que iban siendo salvos. (Hch 2, 42.44-47)
El mismo Señor Jesús dijo: “No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21).
Desgraciadamente, muchos de los que nos confesamos católicos no damos testimonio de lo que es nuestra fe. Tenemos una moral laxa donde el ser bueno se resume en no robar y no matar, cuando lo que nos piden los diez mandamientos es solo una parte y es el mínimo de lo que debemos hacer.
El Sermón de la Montaña (Mt 5, 1-16; Lc 6, 20-38) al que hacía referencia Mahatma Gandhi no es otra cosa que las Bienaventuranzas, una especie de código de conducta de las virtudes que debemos tener.
El tesoro que hemos recibido (el ser hijos de Dios por el bautismo) es tan grande que nos exige una vida ejemplar, debemos ser la "luz del mundo", es decir, guía para con otras personas.
San Josemaría Escrivá de Balaguer, santo español, escribió a este respecto: "Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo." (Camino, n. 2), lo cual nos da una pequeña muestra de lo que se espera de nosotros.
Si bien Gandhi tiene razón al exigirnos congruencia (pues en realidad es una exigencia que se deriva de nuestra condición de bautizados), no la tiene (como muchos otros más) al condicionar su fe al testimonio de vida que los cristianos damos, ya que en ese caso en lo que él creería sería en los hombres, en las personas, no en Dios.
Jesús al referirse a los fariseos dijo: “hagan y observen todo lo que les digan; pero no hagan conforme a sus obras, porque ellos dicen y no hacen” (Mt 23,3). Por desgracia, nosotros mismos nos convertimos en fariseos ante los demás cuando no vivimos de acuerdo a nuestra fe, cuando nos decimos “creyentes pero no practicantes” o cuando simplemente damos un mal ejemplo ante los demás.
Ejemplos podemos citar tantos como queramos, pero nuestra fe no se basa en el ejemplo de los demás, no creemos en los cristianos, sino en Dios Uno y Trino, debemos ver más allá de los malos ejemplos y ver la riqueza de la doctrina de Cristo, ver los ejemplos buenos que tenemos (los santos) y, al final, vivir nuestra vida conforme a nuestra fe independientemente de que los demás lo hagan o no.
Si Gandhi (y con él, mucha gente más) estaba convencido de la riqueza de las enseñanzas de Cristo pero no del triste testimonio que damos los creyentes, lo congruente sería creer en Dios y dar un excelente ejemplo de la vivencia de fe con la propia vida.
Una última observación: el deber del autentico cristiano es no sólo mostrar la falta del otro con caridad y prudencia, sino que tenemos que ir más allá y hacer lo posible porque esa persona enmiendo su yerro (recordemos que esa es una de las obras de misericordia espirituales): corregirlo, hacer oración por esa persona pero, muy especialmente, dar un buen ejemplo de la fe, ya que el testimonio arrastra más que cualquier palabra.