domingo, 29 de mayo de 2011

Crimen y ¿Castigo?



Hace algún tiempo, debido a que no guardé mi distancia con otro vehículo, choqué con él por alcance. No fue nada grave, afortunadamente, ya que no hubo nadie lesionado ni hubo daño al otro vehículo (salvo algún raspón). Como tengo seguro, el ajustador se encargó de todo (de darle el pase al otro conductor para que llevara su vehículo a revisión al taller), con lo cual la otra persona se retiró satisfecha y sin problema alguno. Como él no presentó queja alguna, el oficial de tránsito sólo se limitó a multarme “por no conservar mi distancia” y se retiró sin más (no se llevó el carro ni me detuvo ni nada por el estilo).
En la entrada “Tres Regalos” (16 de abril de 2011), un lector del blog hizo el siguiente comentario: “nunca he entendido bien la indulgencia, según yo la confesión borra nuestros pecados para siempre. Dios no es como nosotros que perdonamos a medias además comulgar nos dignifica en un sentido que no entendemos […]. Mas que querer evadir la pena del purgatorio, todo esto supone un deleite del cristiano, servir y estar en comunión... creo que de esa pena se hizo cargo la confesión, según la fé, instituida por el mismo Cristo...”. En ese momento, prometí hablar con más detalle sobre las indulgencias, y es precisamente lo que voy a hacer.
Quise comenzar con el relato de mi primer (y afortunadamente único) choque en el que he estado envuelto porque creo que nos puede ayudar mejor a comprender qué es la indulgencia y el perdón que ella trae consigo.
Partamos del principio que el pecado es desobedecer voluntariamente la Voluntad de Dios expresada en diversas formas (los Mandamientos, las Bienaventuranzas, la Ley Moral Natural, los pecados Capitales, las obras de Misericordia, etc.). En términos cristianos, es decirle a Dios no amo lo que Tú me pides (y por tanto, tampoco a Ti). Dada la gravedad de lo anterior, y que Dios no nos puede obligar a amarlo, mi rechazo hacia Él se traduce en un alejamiento de Él de forma completa (pecado mortal) que lo que hace es “matar” la relación de amistad que hay entre Dios y yo y, en último término, esto conlleva como consecuencia el merecer estar alejado por siempre de Él (puesto que fui YO quien lo rechazó), lo cual se conoce como infierno y es la llamada “pena eterna” del pecado. En el caso del choque, es que me hubieran detenido o que se llevaran mi carro.
Cuando acudo con el sacerdote para confesarme (sólo se vale de este modo), si en verdad estoy arrepentido (ojo, condición indispensable), entonces (y sólo entonces) recibo el perdón de mis pecados, lo que significa que la amistad de parte de Dios me es devuelta (el me admite nuevamente a su presencia, a su amistad y por tanto me despido del infierno y le digo hola al cielo). En el caso de mi choque, es el conductor que dijo “no hay problema”.
Todo pecado (aún el más personal y solitario) infringe un daño a mí mismo y también a la creación (la consecuencia del pecado original no sólo la sufrimos nosotros, sino que el orden completo de todo lo creado quedó trastocado por él), mayor o menor, pero finalmente un daño, pues está alterando el orden de las cosas (recordemos que la Ley que Dios dicta no es producto de un “capricho”, sino de una sabiduría mucho mayor que la nuestra, es un orden que Él quiso dar). A pesar de que ya fui perdonado, yo debo reparar el mal que yo mismo hice. Esto se cumple en parte mínima con la penitencia que nos deja el sacerdote en la confesión, pero aún quedo “debiendo”, pues el pecado es cosa seria, es ofender al mismo Dios (se le conoce como “pena temporal”). En el ejemplo que vengo manejando, se trata del pase que mi seguro le dio al otro conductor para reparar sus daños sin costo para él.
Pero a todo esto, ¿Dónde quedó la indulgencia? Al recibir el perdón, se borra para siempre la pena eterna (a menos, claro, que vuelva a pecar…) y el perdón de Dios en este sentido no tiene marcha atrás (sólo pide como condición el arrepentirse).
Sin embargo, hay un daño que reparar aún (a la creación, a Dios, a mí mismo) que no ha sido cubierto. Dicho en otros términos, mi vestidura blanca que recibí en el bautismo la he manchado con el lodo del pecado, la confesión la ha lavado (ya no tiene lodo, borró la pena eterna) pero quedó percudida (pena temporal), y hay que desmancharla, puesto que para estar ante Dios hay que presentarse impecables. Así que hay que buscar los desmanchadores.
Uno de ellos es precisamente la indulgencia: lo que ella hace es desmanchar total o parcialmente nuestra vestidura blanca para que, en el momento de nuestra muerte, podamos presentarse totalmente limpios ante Dios y gozar eternamente de Él.
La indulgencia puede ser parcial o total (plenaria). La doctrina de la Iglesia nos indica que sólo se puede ganar una plenaria por día y que cualquier tipo de indulgencia puede ser aplicada ya sea por uno mismo o por un difunto (no se puede aplicarla por otra persona viva).
El objetivo de la indulgencia es facilitarnos el camino al cielo, es una más de las gracias que Dios nos da para que lleguemos a Él. Nuestro objetivo debe ser (como dice el lector que hizo esta pregunta) “servir y estar en comunión”, es decir, luchar por vivir día con día en la amistad de Dios, por ser cada día mejores ante sus ojos, evitando lo que a Él le es desagradable.
Sin embargo, no somos perfectos y siempre existe la posibilidad de que pequemos. Para eso está la confesión. La santidad no es impecabilidad, sino lucha constante por ser mejor, por levantarse del pecado y luchar contra él, es procurar mantener blanca la vestidura del bautismo, la cual, si hemos manchado, debemos blanquear nuevamente y una (hay más) de las formas de hacerlo, es precisamente la indulgencia.
Espero que esto, en vez de confundirnos más, nos ayude a entender y valorar aún más la confesión y las indulgencias.

P.D. Si hay algún tema en especial que deseen que trate, pueden hacérmelo saber con un comentario…

domingo, 22 de mayo de 2011

Del fin del mundo y otros cuentos



En días pasados, un predicador estadunidense aseguró, con gran firmeza, que el 21 de mayo iba a comenzar el fin del mundo. Hoy podemos decir con toda la calma del mundo que, como tantos, se equivocó.
El fin de los tiempos es un tema que ha estado siempre en la mente del hombre, que se pregunta cuándo va a terminar su ciclo en esta tierra y se esfuerza, en vano, por conocer una fecha, y hace un sinfín de cálculos, predicciones, interpretaciones, observaciones astronómicas y un largo etcétera, pero hasta ahora todos han demostrado su falsedad, y esto me animo a decirlo porque, si estoy escribiendo este blog y té lo lees, es que entonces por lo menos ambos existimos (y el mundo no se ha acabado).
Ya en los primeros cristianos había el sentimiento de una inminencia del fin, por aquellas palabras de Jesús cuando los apóstoles le preguntaron sobre el final del mundo (Capítulo 24 del Evangelio según san Mateo, el 13 de san Marcos y el 21 de Lucas): “no pasará esta generación”, por lo cual se esperaba su regreso glorioso alrededor del año 70… y nada.
Los pasajes anteriores de lo que hablan no es del mundo, sino de la destrucción del Templo de Jerusalén por los romanos (en el año 70, por Tito, lo que a su vez provocaría la dispersión de los judíos por todo el mundo) y las persecuciones de las que serían objeto los cristianos por razón de su fe (recordemos que la religión era un asunto de “seguridad imperial” para los romanos).
A partir de entonces, el libro del Apocalipsis ha despertado la imaginación de creyentes y no creyentes y ha generado toda una multitud de interpretaciones para desentrañar las “señales” del fin de los tiempos que vienen escritas en él. Como ya anteriormente mencioné (y luego abordaré con más detalle), el Apocalipsis es un libro de consuelo para los cristianos perseguidos, no la “Guía del fin del mundo para dummies”.
Sin duda, los años 666 y 1000, por la simbología numérica, fueron los favoritos para situar el fin del mundo… y así siguieron muchos más, en los que el fuego lo vinieron a avivar Nostradamus (1503-1566) con sus más que ambiguas profecías, los insignes fundadores de credos cristianos (Adventistas, Testigos de Jehová) y, por supuesto, nuestros medios masivos de comunicación… ah y cómo olvidar a los sabios mayas, que predijeron el fin del mundo (pero no la inminencia de su propio fin).
Cuando la guerra del Golfo (la Primera, Tormenta del desierto en los noventa), recuerdo que a Irak y a Sadam Hussein le atribuyeron ser la “Gran Babilonia” de la que habla el Apocalipsis (efectivamente, Babilonia estaba en Irak, pero eso no demuestra nada) y que esta guerra, de acuerdo con las profecías de Nostradamus y a la conjunción de Saturno con no me acuerdo qué planeta, marcaba el inicio del fin: Sadam no era otro que el jinete apocalíptico de la guerra y se desatarían el resto de las plagas inminentemente. A dos décadas de distancia, el “jinete” fue ahorcado por los Estados Unidos.
¿Cómo olvidar el año 2000? Segundo Milenio, y entre el temor de que las computadoras se equivocaran por confundir el 2000 con el 1900 (por aquello de las fechas en formato de dos dígitos) y de que sonaría la trompeta del Apocalipsis, pues henos aquí, como sobrevivientes.
Lo mismo pasó cuando el atentado de las Torres Gemelas… se anunció que (el hoy difunto) Osama bin Laden era el mismísimo demonio y que Nostradamus ya lo había profetizado con suficientemente anticipación.
Los mayas, y sus infalibles profecías del año 2012 nos esperan a la vuelta de la esquina. Hasta películas ya hay sobre el tema.
No nos engañemos, o más bien, no dejemos que nos engañen. El fin del mundo nadie, absolutamente nadie, lo conoce, “de aquel día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24,36). Las interpretaciones cálculos y profecías de Nostradamus, Malaquías y todos los que ustedes gusten y manden son, si bien nos va, ingenuos intentos por desentrañar una interrogante del hombre (cuando finalizará su existencia); algunas veces estos “datos” llevan una intención menos inocente.
Aquí sólo surge una recomendación: Estemos preparados. No lo digo yo, sino Jesús… el día y la hora no lo sabemos, pero de lo que sí estoy seguro es que alguna vez se acabará el mundo para mí (cuando yo muera), y eso no lo sé y no lo puedo predecir. El mundo terminará, sí, cuándo y cómo no sabemos, por eso debemos estar listos para nuestro encuentro con Dios, llevando una vida de virtud y de santidad.

domingo, 15 de mayo de 2011

Cadena de favores



No me refiero a la película del año 2000, en la cual un niño realiza un proyecto de ciencias sociales en la cual, si yo recibo un favor, estoy obligado a pasarlo a tres personas más y ellas a otras 3 y así sucesivamente. Me refiero a otra degradación del sentido religioso (la primera de la que hablé fue la Rosa de Guadalupe en la entrada anterior): las cadenas de oración.
Hacer oración es muy bueno, de hecho es necesario y solicitar favores a Dios por intercesión de los santos (ojo, el favor lo concede Dios, no el santo) es muy provechoso y recomendable… pero no todo es tan simple.
Voy a reproducir un fragmento de una cadena de oración, es decir, un texto que se presenta como religioso (es una oración a san Judas Tadeo) pero que en el fondo no lo es:
Saca 81 copias, y deposítalas en nueve templos católicos. Nueve copias por templo. En cada una de ellas le rezas un padre nuestro a SAN JUDAS TADEO y otro a las Almas del Purgatorio, pide por la necesidad o gracia que desees adquirir y a los nueve días se te concederá por difícil que sea. Esta cadena la envía una de las miles de personas en el mundo. Por ningún motivo debes burlarte de ella interrumpiéndola. Envíala antes de 13 días. Al presidente de Brasil las envió y no les dio importancia. A los 13 días de gano la lotería. Ezequiel Cortés lo tomó en broma, ordeno a su secretaria que las hiciera y no las envió. A los 12 días perdió su empleo. Isabel Galván las perdió y estuvo a punto de abortar.
La he visto en internet, en periódico, y la semana pasada, en el Templo a donde asisto a la misa dominical (aclaro… ya estaba en la sacristía).
La oración es sumamente importante, y de hecho, es necesaria. Parte de nuestro deber derivado del Primer Mandamiento (Amar a Dios sobre todas las cosas) es precisamente llevar esa relación personal con Él.
Los santos, son intercesores, fueron amigos de Dios en vida y ahora ya disfrutan de su presencia y gozan de su favor toda vez que en este mundo se esforzaron por obedecer su voluntad. A través de ellos podemos conseguir favores (un ejemplo bíblico: el milagro de las bodas de Canán, ahí el milagro no se le pide a Jesús directamente, sino a través de María…) y, extender la devoción hacia un santo en particular es visto como un acto de gratitud.
Sin embargo, el caso de las cadenas es un exceso, una mezcla de religiosidad, ignorancia y superstición (vaya bomba…), puesto que va más allá de lo que hasta el sentido común indica.
Comenzaré con el ejemplo anterior. Aparenta ser católica (deposítala en 9 templos católicos), te pide que reces a san Judas Tadeo (uno de los doce Apóstoles) y a las almas del purgatorio (sólo que no se reza a las almas del purgatorio… sino por ellas, pequeño detalle). Pasados nueve días, se concede el favor (siempre y cuando, obviamente, hayas hecho lo anterior), porque si no lo haces, si tienes el gran atrevimiento de interrumpir la cadena, recibirás la visita de la desgracia en persona a tu vida.
¿Qué pasa si no rezas? ¿Acaso Dios es como Zeus, esperando a que alguien no lo ame para enviarle un rayo celestial para que aprenda? ¿O hay que amarlo por miedo a ser castigado en vida por simplemente no gastar en una fotocopia o un forward?
Dios no es un castigador-vengador (y sus santos, si son sus amigos, tampoco) al que o lo amas o lo amas… por solicitar un favor no te pide a cambio que “difundas” con severas advertencias lo que ha hecho por ti… todo lo contrario. Si un favor me es concedido, el sentimiento de gratitud debe brotar de mí, ser espontáneo, y si hay algo que específicamente me pide Dios es que cambie mi vida para actuar conforme a sus mandamientos.
La verdadera devoción a un santo no está en rezar su estampita y sacarle cuantas copias quieras o reenviar un correo con ella (amenazando con desgracias si no la “compartes”), el actuar como auténtico católico va más allá: es conocer la vida del santo, sus virtudes, su pensamiento, esforzarse por imitarlo, ya que los santos no son para conceder milagros, son para ayudarnos a acercarnos más a Dios.
No pasa nada (y lo digo por experiencia personal) si interrumpes la cadena de Fátima, rompes la cadena de san Judas Tadeo, borras el mail de la Virgen de Guadalupe, no publicas en el periódico la oración a la Virgen del Carmen o te niegas a reenviar el mensaje de Dios contra el diablo o cualquier cosa similar… esa es la parte supersticiosa, es deformar la imagen de Dios, quien nos ama independientemente de cómo somos. Si en verdad quieres ser grato a sus ojos, un cambio de vida nunca viene mal.

domingo, 8 de mayo de 2011

Y la Virgen sopló



En México hay un programa de televisión que se llama la “Rosa de Guadalupe”. Es, hasta cierto punto muy conocido y se transmite por televisión abierta a prácticamente toda la República.
Básicamente el esquema (confieso haber visto algunos capítulos) del programa es el siguiente: se plantea una problemática cualquiera (drogas, abuso sexual, secuestro, que un joven le “baja” la novia a otro, uno dedicado a la influenza, etc.) sobre la que se desarrolla la historia. Hay siempre una persona devota a la Virgen de Guadalupe (que en México tiene una devoción ampliamente extendida) que reza constantemente para pedir la solución del problema, que poco a poco se va enredando hasta el clímax televisivo (digamos… llevado hasta el extremo).
Cuando todo parece perdido, hay una intervención “divina”: se escucha una música “celestial”, y frente a una imagen (pintura, foto, escultura) de la Virgen de Guadalupe se materializa a partir de un rayo de luz una rosa, el protagonista (que sufre el problema) percibe un viento (de ahí el nombre de la entrada) lo que significa que ha habido una intervención de la Virgen de Guadalupe para solucionar el problema totalmente. Tras unas cuantas escenas, como en los cuentos de hadas, todos vivieron felices por siempre.
El programa es extenso, así que les dejo sólo la parte final de un capítulo, el cual misteriosamente tiene mucha similitud con el de un artista mexicano llamado Kalimba acusado de tener relaciones sexuales con una menor (¿así o más mediático?).


En lo personal, creo que este programa representa un buen esfuerzo de la televisora para valerse de la religiosidad popular y de la extensa devoción a la Virgen de Guadalupe para aumentar el rating: pone, la verdadera devoción y la verdadera intervención divina al nivel de los “milagros a granel”.
La verdadera devoción mariana no es aquella que consiste exclusivamente en rezar y rezar y rezar: quien en verdad se dice mariano debe imitar las virtudes que la Virgen tiene, debe saber que Ella es el camino hacia su Hijo Jesús; de hecho la auténtica devoción nos debe llevar a una unión más profunda con Cristo.
Algunas veces reducimos la religión a exclusivamente a la oración, y se nos olvida que no basta con decir “Señor, Señor” para entrar al Reino de los cielos: hay que hacer la voluntad de Dios (Mt 7,21). Con esto no quiero decir que no hay que hacer oración, al contrario, hay que hacer y mucha, pero no solo la oración es signo de una verdadera vida cristiana: hay que llevarla a la vida, a la conversión.
El prototipo de la intervención mariana lo encontramos no en la Rosa de Guadalupe, sino en las Bodas de Caná (Jn 2,1-11) y la médula la encontramos en esta frase: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5). No se trata exclusivamente de las instrucciones para llenar las tinajas con agua (que se convertiría en vino), sino de un mensaje más profundo: la intervención mariana (la devoción a Ella) forzosamente nos lleva a vivir con más profundidad la fe, a actuar de acuerdo a lo que Él nos dice a través de la Biblia y del Magisterio de la Iglesia. Si nos fijamos en la imagen de la derecha, Ella aparece como en un segundo plano a un lado de Jesús... esa es la pedagogía del arte.
No basta, insisto, no basta con rezar y prometer que vamos a cambiar, la auténtica devoción es la que reza y cambia, la que no espera el “milagro” (la Rosa o el vientecillo) para ser diferente, sino la que pone el esfuerzo desde el interior para llevar una vida conforme a la voluntad de Dios.
Los milagros son intervenciones extraordinarias de Dios en la vida de los hombres. Con extraordinario me refiero a eso, que está fuera de lo ordinario, que no es regla común, que no es una intervención cada cinco minutos; no es Dios quien tiene la función de enmendar mis errores, soy yo quien debe hacerlo. Él me dará la gracia, la fuerza para que pueda lograrlo, pero en todo momento la iniciativa y el esfuerzo es mío. San Agustín solía decir que “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, lo que significa que, sin el esfuerzo personal, sin la conversión que brota del convencimiento que uno debe cambiar y sin el esfuerzo consiguiente, no podemos esperar que el cambio suceda sólo con rezar.
Regresando al programa televisivo, no deja de ser eso, producto de la pluma de un escritor, que con buenas o malas intenciones da una caricatura de la auténtica devoción: la Virgen se dedica a enmendar los errores que cometemos, y ese solo hecho es suficiente para realizar un cambio radical en la persona. Insisto, no es así de fácil ni tampoco hay una intervención divina cada cinco minutos… Dios interviene siempre en mi vida, cada día es una oportunidad para ser mejor, para enmendar mis errores partiendo de mi esfuerzo (y Él me prestará su ayuda… no al revés).
Un último detalle antes de concluir: de acuerdo con la moral católica, las relaciones sexuales fuera del matrimonio son pecado, no por ser relaciones sexuales, sino por ser fuera del matrimonio. Si analizamos el “mensaje” final del capítulo, se tocó el tema de la veracidad y de “verificar que la otra persona será mayor de edad” (para evitarse el lío legal)… ¿Pero y del otro punto?