lunes, 9 de enero de 2012

Como quien pierde una estrella



El seis de enero, se celebra la fiesta de la Epifanía (del griego ἐπιφάνεια: manifestación), en algunos países (como en México) el domingo entre el 2 y 8 de enero, en otros el día 6. Para la Iglesia Ortodoxa, esta fiesta es mayor aún que la Navidad.
El sentido pleno de esta fiesta es la manifestación de Jesús a todos los hombres de todo el mundo (representados en los magos de oriente… sobre ellos ya hablé en una entrada, Vieron la estrella).
Los magos de oriente, vieron la estrella, y presurosamente se dirigieron hacia Jerusalén, donde creyeron que estaría: si era el Rey de los judíos, debería haber nacido en la ciudad real por excelencia. Pero no fue así y perdieron de vista a la estrella.
Se dirigieron a Herodes, el rey, para preguntarle por el Rey. Herodes no era judío, era idumeo (de una región al sur de Judá). Había accedido al poder alrededor de 40 años antes, apoyado por los romanos. Mandó ejecutar a la familia real judía de ese tiempo (para no tener quién le arrebatara el trono) y a dos de sus hijos (pues se rumoraba que conspiraban en su contra). A pesar de haber reconstruido el Templo de Jerusalén, el pueblo no lo aceptaría como rey legítimo, por sus vínculos con Roma y su origen de pagano (idumeo).
Herodes consulta a los sabios, pues él no era judío. Como sabemos por el evangelio (y lo intuimos por su conducta relatada por la historia), su intención no era adorar al Niño, sino matarlo, para que no le arrebatara el trono.
Los magos, con la mejor intención, le preguntaron a la persona incorrecta. Perdieron de vista a la estrella. Ellos eran lo que hoy llamaríamos astrónomos, estudiosos del cielo, e interpretaban las señales que aparecían en él como acontecimientos que marcan cambios en la tierra. Sabían leer las señales. Pero en Jerusalén, olvidaron a la estrella y preguntaron al hombre.
Los magos buscaban al Rey, para adorarlo (reconocimiento como Dios), pero en su búsqueda se perdieron. Muchas veces, en el laberinto del mundo moderno, nosotros también nos perdemos como ellos: el dinero, el estrés, alguna experiencia negativa, un cientificismo malsano nos nublan el cielo y hacen que perdamos de vista la estrella que lleva a Dios.
Mientras más recurrimos a Herodes, menos llegaremos a encontrar a Dios, pues lo buscamos en donde no está. Somos como los magos, que perdieron la estrella de vista.
¿Cómo recuperar la estrella que se perdió de vista? Ante todo, una actitud de humildad. ¿Por qué los escribas y sacerdotes a quienes consultó Herodes y que sabían dónde nacería no fueron a adorarlo? Por falta de humildad. Si yo me reconozco como limitado, que no puedo ni conocer ni hacer todo lo que quiera, que tengo límites, que no gira todo en torno a mí, sólo entonces tengo la apertura para interpretar la señal de la estrella, puedo volver a encontrar el camino.
Ojalá que seamos como los magos de oriente, que volvieron a encontrar la estrella y la siguieron, hasta encontrarse con el Niño que es Dios y Hombre Verdadero.

lunes, 2 de enero de 2012

El ejemplo de María


El 1 de enero de cada año se celebra el inicio del año civil en gran parte del mundo. Los deseos de paz, prosperidad, felicidad, se desbordan por el mundo y se generan los propósitos de inicio de año, que pocas veces se alcanzan.
Sin embargo, la Iglesia Católica en todo el mundo celebra una festividad grande, profunda pero a la vez discreta (pues se ve opacada muchas veces por el inicio del año), pero no por ello menos importante: el dogma (una verdad que se conoce como Revelada directamente por Dios y necesaria para alcanzar la salvación) de Santa María, Madre de Dios.
Hace mucho tiempo, hablamos del siglo V, Nestorio, un patriarca (obispo) de Constantinopla (actual Estambul, en ese tiempo, una de las sedes cristianas más importantes del mundo) comenzó a enseñar que la Virgen María no era Madre de Dios (ya que eso equivale a decir que Ella dio origen a Dios), sino que era Madre de Cristo.
Este razonamiento, aparentemente correcto, proviene de un error más grave, que tuvo su origen siglos antes: el arrianismo. Arrio, que era un sacerdote, negaba que Cristo fuera Dios, ya que era solamente hombre. Los obispos de aquél tiempo se reunieron en la ciudad de Nicea en el año 325 (es el Primer Concilio Ecuménico, es de decir, universal) y después de mucho debatir, concluyeron que en Cristo es Verdadero Dios y Verdadero Hombre y formularon una profesión de fe que es el Credo que recitamos los domingos en Misa (más adelante se le agregaron algunos enunciados).
Los obispos se volvieron a reunir en un Concilio (el Tercer ecuménico) en la ciudad de Éfeso, en el año 431 para discutir sobre las enseñanzas de Nestorio, y concluyeron que la Virgen María puede llamarse en sentido pleno Madre de Dios, no porque la divinidad de Cristo tenga su origen en María, no, sino que en realidad a quien dio a luz en Belén es a Dios mismo, que se revistió de nuestra carne, tal y como el Arcángel Gabriel le dijo a la Virgen María: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35).
Al reconocer a María como Madre de Dios no estamos diciendo que Ella sea una diosa, ni que sea más que Dios, o que le haya dado a Dios su categoría divina (todos esos son errores graves); estamos reconociendo que Dios quiso fijarse en Ella para que su plan de salvación y amor a los hombres pudiese llevarse a cabo, que, gracias a que Ella aceptó la propuesta de Dios de ser Madre de su Hijo, fue posible que Dios mismo se hiciera verdadero hombre y nos salvara.
En la cultura judía, las mujeres esperaban ser la madre de quien cumpliera la promesa que Dios le hizo a David (el rey que gobernaría todas las naciones con justicia y paz), así que era un grande honor el que recibiría la madre del “Hijo de David”. María no le pidió al Ángel que le enviara servidumbre, ni que él mismo le rindiera honores, ni una protección especial, se limitó a decir: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Ella, en vez de gritarlo a los cuatro vientos y recibir honores, decidió irse a ver a su prima Isabel (madre de Juan el Bautista) para atenderla en su embarazo (Lc 1,39-56).
Cuando los pastores y los magos de oriente visitaron al Niño en Belén, no rechazó a los pobres, no pidió que lo contaran a donde fueran, ni se dio su “papel” de persona importante con una agenda saturada (a ver si tengo tiempo de atenderte), ni tampoco se ensoberbeció, sino que “guardaba estas cosas en su corazón” (Lc 2,19).
Cuando fueron a presentar al Niño al Templo por primera vez, el anciano Simeón le dijo “Una espada atravesará tu corazón” (Lc 2,35), indicándole el gran dolor que iba a enfrentar ante el sufrimiento de Cristo en el Calvario.
En un mundo moderno, en el que pedimos pruebas, en el que buscamos ser servidos, evitar cualquier tipo de sufrimiento, en el que el tiempo está dividido entre el trabajo y uno mismo (y si bien le va, la familia), en donde vales por lo que tienes o por lo que haces, en donde escuchar a Dios es “obsoleto, aburrido, anacrónico, irracional”, en donde ya no hay tiempo para reflexionar y la soledad es sumamente temida, María se levanta como un signo de que se puede vivir y ser feliz haciendo exactamente lo contrario.
El testimonio y el ejemplo que nos da en esos pasajes, de servicio desinteresado (apenas se enteró que Isabel la necesitaba, fue hasta las montañas de Judea a servirle), de silencio reflexivo (meditaba u oraba en su corazón), de sacrificio (una espada te atravesará el corazón), de humildad (la esclava del Señor), de amor profundo a Dios, contrasta con nuestra actitud. Ella, en su categoría de Madre de Dios pudo haber pedido una vida resuelta, sin espinas en el camino, pero eligió vivir como cualquier mujer de su tiempo, pobre, abandonada en las manos de Dios.
Nunca es tarde para imitarla, ni necesita ser primer día del Año para formular el propósito de acercarme más a Dios o imitar a María, cualquier día es bueno para ello. Sólo tenemos que decidirnos a actuar. Que este sea nuestro mejor propósito de Año Nuevo.