martes, 22 de septiembre de 2015

¿Cuál es el santo más milagroso?


Me imagino a las distintas cofradías y devotos intentando responder esta pregunta. San Judas Tadeo, dirán unos, puesto que fue primo del Señor Jesús y es invocado ante casos difíciles y desesperados (tanto cariño le tienen que hasta le dicen "san Juditas"); habrá quien diga que san Antonio de Padua, en especial las personas que les urge tener novio (cuentan que si lo pones de cabeza consigue novio o novia de inmediato). No faltará quien recurra a san Benito Abad, cuya medalla protege contra el demonio, o san Ignacio de Loyola, famoso por la "Cédula" (con la leyenda: san Ignacio dice al demonio "No entres") que ponen en la entrada de las casas para defenderse del maligno, o la Virgen del Carmen que con sólo portar su escapulario uno tiene visa exprés para salir del Purgatorio. Y no olvidemos al castísimo Patriarca san José, a quien recurrimos para que nos dé una buena muerte y nos consiga trabajo (por aquello de que fue obrero).
Cuando nuestros hermanos protestantes ven desfilar la multitud de santos, sólo les queda una idea: nosotros les rendimos el mismo culto de adoración que a Dios y, por tanto, cometemos un grave acto de idolatría. A veces, esta grave afirmación se encuentra respaldada por la conducta de tantos católicos para quienes la devoción a dicho santo (ya sea a través de oraciones, novenas, objetos, etc.) ocupa un lugar primordial en su vida de fe, tan alto, que podrán no asistir a la Misa dominical pero no dejarán de rezarle a dicho santo.
Debemos tener en cuenta qué significa que la Iglesia proclame a alguien santo. La santidad es la perfección de la vida cristiana, representa el grado más alto de amistad con Dios y se alcanza a través de una vivencia constante de los sacramentos, las virtudes, los 10 mandamientos, los consejos evangélicos, las bienaventuranzas, las obras de caridad... Y a eso estamos llamados todos.
Cuando la Iglesia canoniza a alguien (no es “santificar” sino canonizar), significa que lo inscribe en el “canon” (lista) de los santos, es decir, que reconoce públicamente ante el pueblo de Dios que esa persona es santa: es un intercesor, alguien que imitó a Jesucristo y que puede ser imitado en su forma de vida, en sus virtudes, en su vida de oración. Déjenme ponerlo en claro: no suplen a Dios, no hacen milagros, no hay uno más “eficiente” que otro. Vamos explicándolo por partes.


El culto de dulía.
Debemos diferenciar el culto de “latría” (la adoración debida exclusivamente a Dios) y el de dolía (el culto a los santos). En ningún momento la Iglesia los propone como “iguales a Dios”. Ningún santo pierde la condición de creatura y por lo tanto no puede estar al nivel de Dios. Así que nunca adoramos a los santos.
Hay un culto llamado de hiperdulía, que se tributa a la Virgen María: “Bienaventurada me llamarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1, 48-49). Dios la colmó de dones, no por sus propios méritos sino en atención a Jesucristo, que había de nacer de ella: la preservó del pecado original, fue maestra de oración de los mismos Apóstoles, fue llevada al cielo en cuerpo y alma… La Iglesia la invoca como Madre de Jesús pero también como Madre nuestra (“He ahí a tu Madre”, Jn 19, 27). Por ello, lleva un culto “sobre” (eso significa la palabra hiper)  los demás santos.
A San José, en cuanto que fue padre en la tierra de Jesucristo y que también recibió grandes dones de parte de Dios, se le da un culto llamado de “protodulía” (proto significa “primero”). Se le invoca como patrono de la Iglesia Universal.

Los milagros.
San Ignacio de Loyola
Los santos no son “milagrosos”. Lo siento, pero no lo son. Lamento informar que el único que tiene el poder para realizar un milagro es Dios. ¿Por qué? Porque el milagro es una suspensión temporal del orden natural, lo cual implica un poder de dominar la naturaleza. Entonces, ¿Por qué se requiere el milagro para canonizar a alguien? Pues porque el hecho que alguien interceda (esa es la palabra correcta) para que Dios haga un milagro es un signo indudable de la íntima amistad entre ella y Dios: está en el cielo y se lo pide directamente. El milagro corresponde la “voz de Dios” que reconoce la santidad de la persona.
Estamos acostumbrados a hablar de “milagros” para intentar explicar cosas extraordinarias. El auténtico milagro va más allá de cualquier explicación científica. Para que una curación, por ejemplo, sea considerada un milagro, debe ser absolutamente inexplicable para la ciencia médica. Si hay una explicación científica, por muy improbable que sea, no será considerado milagro. 


Imitando a los santos.
El único camino es Cristo, puesto que Él mismo lo dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14,6). No hay otra forma de llegar a la Patria Eterna. Sin embargo, el camino de Jesucristo ha sido vivido por muchas personas que han resaltado algún aspecto particular de su enseñanza, de su vida: los santos. El mejor “culto” que se le puede dar a un santo no es “rezar” de memoria su novena o su oración, ni diariamente pedir su intercesión. Lo que en realidad debemos hacer es intentar vivir conforme a su ejemplo. La entrada la comencé hablando de algunos santos y la terminaré hablando de ellos.
San Judas Tadeo, no sólo es invocado en los casos difíciles. Él fue un apóstol de Cristo, que de acuerdo con la tradición, evangelizó el área de Líbano. Sin duda vivió una gran cercanía con su primo Jesús, escuchó su palabra y la transmitió hasta ser martirizado (murió, según parece, decapitado). Asumo que, al igual que él, sus seguidores no nada más lo invocan para obtener un milagro, sino que están dispuestos a dar la vida por el Evangelio.
San Antonio de Padua, el gran predicador. Agustino primero, luego franciscano, con sermones llenos de la gracia divina, que combatió la herejía cátara ante todo con su ejemplo. Él que vivió una vida de tanta pureza que constantemente tenía encuentros con el Niño Jesús. Él que fue canonizado a poco menos de 1 año de su muerte y que fue proclamado doctor de la Iglesia por sus grandes enseñanzas. En su vida de oración llegó a tener manifestaciones místicas, y su vida estaba centrada en la Eucaristía (a la cual defendió innumerables veces hasta con señales prodigiosas). Eso es en lo que deberíamos imitar cuando lo invocamos, no sólo “ponerlo de cabeza”.
San Benito Abad. Padre de la vida monástica en occidente. Su lema era muy simple “Ora et labora” (Ora y trabaja). Su regla (que siguieron muchísimas órdenes monacales) era muy simple: dividir el día en tres partes iguales: una para Dios (oración), otra para el trabajo y otra para el descanso. Así vida de oración, trabajo, estudio, descanso, alimentación se integraban en un equilibrio. Tuvo una profunda vida de oración. Sí, se le invoca en contra del demonio. Pero el demonio no se “aleja” nada más con la invocación a san Benito o con portar su medalla. La mejor forma de mantenerlo lejos, es llevar una vida de oración, de moderación, en donde el trabajo y la oración se funden en alabanza a Dios. Supongo que todos los que portamos su medalla (yo me incluyo) hacemos eso.
Pensemos, por otro lado, en el “soldado de Cristo”, San Ignacio de Loyola. Su conversión durante su convalecencia (había sido herido por una bala de cañón) marcó el inicio de la Sociedad de Jesús (los jesuitas). Una orden, sujeta al Papa (el cuarto voto), que, bajo la formación militar de san Ignacio se convertiría en un pilar de la evangelización en América y Asia y en la Contrarreforma. San Ignacio, padre de los Ejercicios Espirituales (no de una hora durante una semana, sino de un mes originalmente), y de una profunda y fecunda vida espiritual, resumida en el “Ad majorem Dei gloriam” (A la mayor gloria de Dios). Su obra se prolongó a través de grandes santos como san Francisco Xavier (el evangelizador de India, Ceylán y Japón), o las misiones en Nueva España y el sur de California. Ojalá que quienes cuelgan en su puerta la cédula, también tengan el lema de san Ignacio y hayan tenido la oportunidad de vivir unos ejercicios espirituales bien (aunque sea de menos días).
El Escapulario del Carmen no es un salvoconducto ni una especie de visa para librarse del infierno. Sí, quien porta adecuadamente el escapulario se libra del purgatorio. Sólo que no olvidemos que el “adecuadamente” implica que se debe guardar la castidad de acuerdo con el propio estado (ya sea soltero o casado) y llevar una vida de devoción a la Virgen (sin olvidar los sacramentos). No es “por arte de magia”. 
Y no menos importante es el Patriarca san José. ¿Qué mayor dicha que ser el padre de su Dios y Esposo de su Reina? Casto, justo, una vida de oración, siempre atento al plan de Dios, supo interpretarlo y llevarlo a cabo. Hombre de silencio y recogimiento. Con una vida así, por supuesto tendrás una muerte de la mano de Jesús y María. 
Disculpa esta entrada tan larga, amado lector. Pero quería mostrarte lo que implica una verdadera devoción a los santos. No es adorarlos, no son milagrosos. Fueron hombres y mujeres, como tú y como yo, que supieron decirle sí al Señor, levantarse de sus caídas y seguir adelante. Día a día forjaron su amistad hacia Él y nos dejaron un gran ejemplo, al alcance de nuestra mano, que podemos imitar para también ser amigos del Señor.


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domingo, 13 de septiembre de 2015

Más que un "no"


Desde pequeños, en el catecismo para realizar la primera Comunión, o en la escuela (si es que fue religiosa), nos enseñaron los 10 mandamientos. Yo tuve un profesor que le encantaba preguntarlos en desorden y te ponía nervioso para que fallaras. Y aprendimos que, la “fórmula general” de casi todos los mandamientos en “No harás esto…”.
Conocí también a una persona que decía “¿de qué me confieso? No robo, no mato, no engaño a mi esposo”… pues, para ella, los mandamientos se limitaban a lo que el “no” indicaba: no matar, no robar, no fornicar, no mentir (a menos, claro está que fuera una “mentira blanca” o “piadosa”).
Desgraciadamente, hemos deformado la verdadera imagen de los Mandamientos. Jesús mismo dijo: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice” (Mt 5,17).
Cuando un joven rico se acerca a preguntarle qué debía hacer para ganar el cielo, Jesús respondió: “Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre»” (Mc 10,19); marcándole ése como el inicio de la vida de perfección.
Cuando Jesús se transfiguró ante sus discípulos en el monte Tabor (Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-9; Lc 9, 28-36), aparecen Elías (símbolo de los profetas del Antiguo Testamento) y Moisés (símbolo de la Ley) para representar, entre otras cosas, que con Jesús la Ley y los Profetas encuentran su plenitud.
En ningún momento se “derogan” los 10 mandamientos. Jesús constantemente criticará a los fariseos por su interpretación literal de los mandamientos y las normas, puesto que los mandamientos no son “letra muerta”, son palabra de Dios que se dirige a su pueblo y le da una norma de conducta. Incluso, es Él mismo quien da la clave de la interpretación de los mandamientos, cuando le preguntan por el mandamiento más importante, responde: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,37-40).
En la Última Cena, Jesús mismo dice: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).
La clave de la interpretación de los Mandamientos no es el “no hacer”, sino el amor que se le imprime. San Agustín resumió magistralmente esto en su célebre frase “Ama y haz lo que quieras”. El secreto está en el verdadero amor, del cual san Pablo hablará también en 1Co 13. 
Si interpretamos a los mandamientos como sólo el no, perderemos gran parte de su riqueza espiritual. El mandamiento es el “mínimo” que se nos pide, es reconocer a Dios como nuestro creador y someter nuestra voluntad a Él.
Hay una serie de prácticas (recomendadas y no recomendadas) asociadas a cada uno de los Mandamientos, que muchas veces desconocemos. El propósito de las entradas siguientes es analizar uno por uno (con eventuales interrupciones por algún tema urgente) el contenido de cada mandamiento.
Este camino ya lo hemos empezado. Por ejemplo, el Primer Mandamiento, “amarás a Dios sobre todas las cosas”, involucra muchos comportamientos, como la adoración correcta a Dios (Imágenes ¿adoradas?, Hasta en la sopa, Y la Virgen sopló, el culto a los santos), la adivinación (Charlie Charlie, los horóscopos, adivinación en general, magia), la superstición (cadenas de ignorancia, las vírgenes celosas, cadena de favores), la vivencia correcta de la fe (el dogma de la Asunción de María), la vida de oración, los votos y promesas, etc. Muchos de ellos ya han sido abordados en entradas anteriores, en las siguientes entradas hablaremos de lo siguiente:
  1. El culto a los santos ¿Es idolatría? ¿Ellos hacen milagros?
  2. Los horóscopos y la adivinación ¿Son compatibles con la fe cristiana? (y con una sociedad con avances científicos, por cierto).
  3. ¿Qué decir de la magia "blanca?
  4. ¿Qué papel tiene el Magisterio de la Iglesia, los Concilios, la Tradición en la vivencia de la fe?
  5. ¿Qué debemos decir de los votos, promesas, mandas…? (que será también el inicio del Segundo Mandamiento: no tomarás el nombre de Dios en vano).

Te invito a que, como siempre, mantengas una lectura crítica, abierta, y te mires en el espejo de lo que debiera ser tu vivencia de fe, purifiques tu vida y ames más profundamente a Dios. Recuerda, el “pecado” no es otra cosa que darle la espalda a Dios, desobedecer lo que Él nos ha pedido, cerrarnos a su amor que se derrama y destruir su plan de felicidad que tiene para nosotros.



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martes, 8 de septiembre de 2015

Hasta en la sopa


A lo largo de la historia, el hombre ha necesitado siempre sentirse cerca de Dios y ha buscado encontrarlo en su vida. Sin embargo, también es verdad que ha buscado “adaptar” el mensaje divino a su conveniencia. Es relativamente común el hecho de las constantes “apariciones” de la Virgen María, de Jesucristo, los ángeles o los santos en los lugares más insólitos y en los que, francamente, se requiere mucha imaginación y algunas veces hasta algún problema visual para “ver” la aparición.
Recuerdo, hace tiempo, que en una comunidad de mi estado a la que fui para apoyar durante la Semana Santa, cuando visitaba a una enferma de cáncer, que sus familiares me llevaron a una habitación donde tenían, guardada cual reliquia auténtica de algún santo, un ladrillo en el cual se adivinaba (ese es el termino correcto) una figura ovalada que, a decir de todos ellos, era la Virgen de Guadalupe. Según lo que ellos me contaban, durante la construcción de la casa descubrieron ese ladrillo y lo tomaron como una señal del acompañamiento de la Virgen en su vida.
La "Virgen" del metro Hidalgo
Pero ese no es el único caso, puesto que ni siquiera las grandes urbes se salvan de las apariciones. En la estación Hidalgo del Metro de la ciudad de México “apareció” en el piso la Virgen de Guadalupe, seguramente porque la gente va a su trabajo va tan rápido que ha olvidado pensar en ella, y qué mejor que ir al encuentro de ellos para hacerse presente.
Ante la indiferencia de la gente, la Virgen se “aparece” en el comal, en el plato del horno de microondas, en una pared, en las nubes, ya hasta en la sopa, moviendo a la gente a… nada.
Las falsas apariciones nacen de una necesidad de sentir a un dios (con minúscula) hecho a mi medida, que no exige nada más que ponerle una veladora al lado, un ramo de flores, y hacerle la publicidad necesaria para que la gente venga y “generosamente” deposite una moneda en la alcancía o la canasta “para el cuidado de la imagen”.
Después de la redacción de los últimos libros del Nuevo Testamento (en específico, el libro del Apocalipsis cuyo tema no es el fin del mundo), se considera que la Revelación Pública es definitiva: no “hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 4), de forma que cualquier tipo de aparición o revelación se considerará como “privada” y deberán ser discernidas correctamente.
¿El Cristo de la tortilla?
En todo momento, cualquier “revelación” o “aparición” nunca deben “mejorar o completar la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en cierta época de la historia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 67). Ciertas apariciones, después de un minucioso estudio, han sido reconocidas como auténticas, y el común denominador es exigir una conversión de corazón y un seguimiento más profundo y comprometido a la Palabra de Dios.
Por ejemplo, el eje de las apariciones de Fátima, no es “revelar” lo que sucederá al final de los tiempos, sino resaltar la necesidad de una conversión profunda del corazón y de vivir correctamente la fe, aun sabiendo que esto implica que habrá un sufrimiento y una persecución (real o figurada) por ser fieles al Evangelio. Hoy en día vemos como oponerse al aborto, al divorcio, a la unión entre personas del mismo sexo, a la adopción de niños por parte de parejas homosexuales, la clonación, la investigación sobre células madre y un largo etcétera implica ser tachados de retrógrados, homofóbicos, de atentar contra los derechos humanos, fanatismo y una larga lista. Pero ser testigo, cuesta.
¿Qué pensar de las “apariciones” en objetos comunes? En primer lugar, la función de una aparición no es “generar asombro”, sino acercar más a Dios. Tomemos el ejemplo de la única aparición reconocida de la Virgen de Guadalupe. El mensaje que le dice a san Juan Diego es este: “yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive. Deseo vivamente que se me construya aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a todos los que me invoquen y en Mí confíen”. Debemos recordar que esta aparición surge en un momento crucial de la historia de América: A sólo 10 años de la caída de Tenochtitlán ante los conquistadores españoles, la evangelización ha sido una tarea difícil, puesto que los indígenas se resisten a abandonar sus tradiciones. Sólo cuando la Virgen se aparece, le habla a san Juan Diego (uno de ellos) y se presenta con una serie de símbolos que ellos reconocen, entonces, y sólo entonces, es cuando deciden abrazar libremente la fe.
¿Qué sentido tienen estas “apariciones” en los lugares u objetos más insólitos? Francamente, a reserva de que la autoridad eclesiástica investiga y decida sobre cada uno de ellos, es poco probable que se trate de una aparición auténtica. Las “formas” suelen ser poco claras, requieren de la “imaginación” del creyente que, hasta cierto punto, debe sugestionarse un poco para creer. Además, en ningún caso se acompaña de algún mensaje salvífico, no deja en claro el propósito de la aparición.
Por lo general, son motivadas por la ignorancia, por el vacío de Dios y la necesidad de tenerlo sin tener que comprometerse a un cambio radical de vida. Es muy sencillo ponerle una veladora y un ramo de flores (y que no falte la alcancía a un lado) sin tener que convertirme de corazón, recibir con mayor frecuencia los sacramentos, leer asiduamente la Escritura y crecer como católico. 
La próxima vez que sepas (o que veas) de una “aparición” en un insólito lugar, o que alguien recibió “línea directa” de Cristo Jesús, algún ángel o santo (el típico “El Señor me dio palabra”), lo que como católico debes hacer es, ante todo, acercarte a un sacerdote para que te ayude a discernir la verdad del hecho. Recuerda que siempre que una aparición es autentica, se ve reflejada en una mejor vivencia de la propia fe. 


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