miércoles, 21 de octubre de 2015

Cartas marcadas


El presente es paradójico: apenas nos damos cuenta y ya se convirtió en pasado. Lo esperamos con ansia y llega con rapidez y es efímero. Sin embargo, vivimos en el presente siempre. El tiempo se escurre de nuestras manos con facilidad, nos da la sensación de estar fuera de nuestro control, es esquivo. El Hecho de no poder ver más allá del presente, de no saber con certeza qué sucederá en el futuro, nos genera una sensación de angustia y, de alguna forma, nos sentimos indefensos ante los vaivenes del destino. La fortuna, según los versos de "O Fortuna!", perteneciente a la cantata escénica Carmina Burana (que es muy usada como "canción" de terror) es “como la luna, variable de estado, siempre creces o decreces; ¡Que vida tan detestable! ahora oprime después alivia”. En muchas representaciones de la diosa fortuna, se le ve como una dama con una rueda (a veces te toca estar arriba, a veces abajo).

Tal vez por esta serie de sensaciones, el hombre siempre desea saber qué es lo que le depara el destino, para no ser destrozado por las ruedas de la caprichosa diosa fortuna.
La diosa Fortuna
Mientras los científicos se empeñan en generar una "Teoría del todo", o buscan incansablemente leyes que, a decir de Stephen Hawking, permitan determinar el 100% de los eventos sucedidos en el universo (“si conociésemos el estado inicial de nuestro universo, conoceríamos su historia completa”, Historia del tiempo, del Big Bang a los Agujeros Negros), otras personas recurren a la lectura de las cartas, del café, de la mano, a invocar a los muertos y una larga lista de prácticas adivinatorias.
Para los antiguos griegos, los hombres éramos juguetes en manos de los dioses, quienes determinaban nuestro destino en su totalidad. Por eso las pitonisas y oráculos escudriñaban el futuro para encontrar la voluntad de los dioses. El ser humano, carente de libertad, debía obedecerlos totalmente y, si como en el drama de Edipo de Tebas, intentaba escapar a su destino, lo acabaría cumpliendo inevitablemente. 
Uno de los dones más preciados que tenemos y al cual definitivamente no podemos renunciar, es la libertad. No me refiero a la capacidad para ir de un lado a otro, o de expresar lo que siento, o de asociarme con otras personas. La auténtica libertad es la capacidad de autodirigirme hacia el bien, de usarla para escoger lo correcto moralmente hablando. No debemos entender la libertad como la capacidad de elegir lo que es bueno, pues no es nuestro papel decidir qué es bueno y qué no. El pecado original (“serán como dioses”) consiste precisamente en que el hombre quiso tomar el papel de Dios para decidir sobre la moral.
Edipo y la esfinge
Recurrir a la adivinación en cualquiera de sus formas, implica negar la posibilidad de la libertad, pues el futuro “ya está escrito” (es un destino, al cual, como Edipo, estoy condenado a llegar y cumplir) y no un proceso de construcción derivado de mis decisiones personales y de las decisiones de los demás. Pretender que astros, cartas, granos de café, líneas de la palma de las manos pueden determinar infaliblemente mi futuro, es tanto como considerarme una especie de robot que no puede hacer otra cosa que su código no le indique.
Renunciar a la libertad tiene demasiadas implicaciones, pues nos hace totalmente “amorales”, es decir, incapaces de cometer actos morales, pues no tenemos responsabilidad alguna sobre lo que hagamos (bueno o malo) y no debemos recibir ni castigo ni premio por nuestras acciones, pues son “los hilos del destino” los que nos mueven. Vamos a suponer que en la lectura de cartas aparece que voy a morir pronto y saliendo de ahí, sufro un asalto y por resistirme, me disparan y muero. ¿Los asaltantes deben ser procesados? Ellos actuaron para que se cumpliera mi destino indicado por las cartas. En sentido estricto, yo no podía dejar de morir en ese día y ellos no podían dejarme de matar.
Otro ejemplo, supongamos que en la lectura del café aparece que alguien recibirá un beneficio inesperado y yo hago una donación que beneficia a dicha persona. ¿Debo ser reconocido públicamente? No tengo mérito alguno, pues yo sólo soy un medio del destino para que éste se cumpla.
En cualquiera de estos supuestos, estamos olvidando algo importante. El “Señor del tiempo” no es otros que Dios mismo. Así lo confesamos en la Solemne Liturgia del Fuego Nuevo, al inicio de la Vigilia Pascual. El sacerdote, antes de encender el cirio (signo de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte), realiza unos signos sobre el mismo diciendo: “Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo, y la eternidad, a Él la gloria, y el Poder, por los siglos de los siglos”. Dios es el dueño del tiempo, no al estilo dios griego, sino que tiene un plan para todos: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. (1 Tmt 2,4). La “cúspide” o el fin de la historia humana, es el mismo que su inicio: convivir en amistad con Dios por toda la eternidad. Para ello, Él envío a numerosos profetas que prepararan a su pueblo y se entregó Él mismo en la Cruz para redimirnos, y para continuar su obra, nos dejó su Iglesia, a la cual asiste con el don de su Espíritu. Pero Él no “forza” a nadie para que lo ame. Respeta la libertad y ese plan de salvación puede o no cumplirse en mí, según me “esfuerce”.
Cristo Ayer, Hoy y Siempre (jubileo del año 2000)
Confiar en la adivinación en cualquiera de sus formas, constituye una falta contra el Primer Mandamiento, pues estás poniendo tu confianza en alguien más, estás pensando que hay alguien con un poder tal que te quita uno de los dones más preciados (la libertad). ¿Quieres en verdad conocer el futuro? Ponte de rodillas ante el Santísimo Sacramento del altar, ora con frecuencia, ten un sacerdote que te aconseje y te dé dirección espiritual, comulga con frecuencia, lee la Sagrada Escritura, y aprenderás a descubrir “los signos de los tiempos”, es decir, a interpretar la voluntad de Dios y su plan para que tú seas feliz. Cuando lo descubran y lo aceptes, no necesitarás nada más para lograr la felicidad plena.


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