lunes, 4 de marzo de 2013

Sede Vacante





A partir del jueves 28 de febrero, a las 20:00 hrs. tiempo de Roma, fue efectiva la renuncia del ahora Papa Emérito Benedicto XVI y comenzó una etapa que conocemos como Sede Vacante. La Sede representa donde el Obispo se sienta y enseña, y, en este caso, se refiere a que no hay un Papa que nos enseñe y nos guíe como Pastor.
Durante este período cabe decir que no hay un “Papa Interino” en el mismo sentido que se dice de un Presidente Interino, pues la potestad de gobernar y enseñar sólo le corresponde al Papa que ya ha sido elegido.
Al momento en que la sede de Roma queda vacante (ya sea por renuncia o por fallecimiento del Papa), inmediatamente cesan en sus cargos (son “renunciados”) los Jefes de los Dicasterios de la Curia Romana (todos), el Secretario de Estado y otros miembros de la Curia Romana con excepción del Camarlengo de la Santa Iglesia Romana (de quien hablaré más adelante), el Vicario General de la Diócesis de Roma, el Arcipreste de la Basílica Vaticana y el Penitenciario Mayor.
El Colegio de los Cardenales no pueden tomar decisiones que solamente le competen al Papa: su principal misión es preparar lo necesario para la elección del nuevo Papa y por tanto sólo pueden actuar en cuestiones muy ordinarias o muy urgentes (que no puedan esperar a que el Papa decida), pero nunca sobre aquellas que sólo le competen al Papa, como reformar las leyes que regulan el Cónclave, o modificar las leyes que rigen la vida de la Iglesia, ni añadir, quitar o dispensar sobre las leyes vigentes.
El colegio de los Cardenales se divide en tres órdenes: el de los Obispos, el de los Presbíteros y el de los Diáconos. Cabe señalar que todos los Cardenales son obispos, el Orden se refiere a la Iglesia en Roma que se les asigna cuando son creados Cardenales.
El Cardenal Camarlengo, del cual hablábamos antes, es el encargado de sellar las habitaciones del Papa (que podrán ser abiertas o habitadas sólo por el nuevo Papa), destruir el anillo del Pescador (símbolo de la autoridad de san Pedro), el sello de plomo (con el cual se autentifican los documentos escritos por el Papa), cuidar y administrar lo bienes y derechos económicos de la Santa Sede y administralos; ser miembro de las Congregaciones Particulares (de las que más abajo hablo), preparar lo necesario para el Cónclave, por citar algunos.
 Una vez que la Sede ha quedado vacante, el Decano del Colegio (que siempre es del orden de los Obispos) debe notificar a todos los Cardenales que la Sede ha quedado vacante y que deben acudir a Roma para la elección del nuevo Papa. A continuación se inician las Congregaciones Generales y las Particulares.
En las Congregaciones Generales (que iniciaron el 4 de marzo en Roma) participan todos los Cardenales (electores o no, pues sólo los Cardenales que no hayan cumplido 80 años al momento de quedar la Sede vacante pueden ser electores) y prestan el juramento solemne de observar todas las normas que regulan la elección del Papa y guardar el secreto correspondiente. Además de ello, en estas Congregaciones (que se celebran diariamente), toman además algunas decisiones importantes, como disponer lo necesario para la veneración del cadáver del Papa, la fecha de sus exequias, fijar la fecha del Cónclave, aprobar los gastos necesarios y reflexionar sobre los problemas que enfrenta la Iglesia.
Los Cardenales tienen prohibido, bajo severas penas, hacer compromisos de voto por alguien, vetar a alguien, comprometerse a no votar por alguien, comprometerse a algo en caso de ser elegidos, por citar algunos casos.
En las Congregaciones Particulares, en cambio, compuestas por el Camarlengo y tres Cardenales elegidos por sorteo, se tratan los asuntos prácticos y de menor importancia.
Como máximo pueden pasar 20 días desde que la Sede ha quedado vacante para que se proceda a la elección. La Sede Vacante concluye cuando se ha elegido válidamente al Papa (y él ha aceptado).
Durante todo este período, es conveniente que los fieles cristianos nos unamos en oración por los Cardenales, ya que sobre ellos recae la gravísima necesidad de elegir al Papa. Ellos deben ser dóciles al Espíritu Santo y elegir el Papa que más le conviene a la Iglesia.
Estimado lector: te invito a orar mas intensamente en este tiempo para que los Padres Cardenales reunidos en el Cónclave sean dóciles al Espíritu Santo y escojan al Papa que Él quiere para su Iglesia (tomada del Misal Romano, “Para la elección del Papa”):
Señor y Pastor eterno,
que gobiernas a tu rebaño con incansable protección;
concede a tu Iglesia, en tu infinita bondad,
un pastor que te glorifique por su santidad
y que nos guíe con vigilante y paternal solicitud.
Amén.
Adicionalmente, les sugiero visitar la siguiente página de internet: http://www.1conclave.com/conclaveapp?_s=sYK5y4MHBruOWXkd&_k=2_AkaD99mWh2XsHT&8
Esta página fue creada por un grupo de jóvenes brasileños con la finalidad de que los usuarios que se registren “adopten” a un cardenal (que es asignado aleatoriamente) y ofrecerle un ramillete espiritual. Ojalá que también decidas participar en la elección del Papa orando por uno de los Cardenales, para que escuchen con claridad la voz de Dios.
En la siguiente entrada hablaré sobre el Cócnlave.

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domingo, 24 de febrero de 2013

Gracias Benedicto XVI, gracias




Amado Papa Benedicto XVI:

Recuerdo que hace casi 8 años los católicos de todo el mundo nos sentíamos impresionados por la noticia: el ahora Beato Juan Pablo II había fallecido. Con ansia seguí los funerales, y recuerdo como, en su homilía de la Misa por la elección del Sumo Pontífice, inmediatamente antes del inicio del Conclave (el 18 de abril de 2005), exhortaba a orar "con insistencia al Señor para que, después del gran don del Papa Juan Pablo II, nos dé de nuevo un pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría". Con profunda emoción (tanta que sólo de recordarlo me emociono aun hasta las lágrimas) recuerdo el día 19 de abril: el humo blanco nos indicaba que ya teníamos Papa, y tras un breve tiempo, el cardenal protodiácono nos anuncia "Nuntio vobis gaudium magnum, habemus Papam: Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum, Dominum Iosephum, Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Ratzinger, qui sibi nomen imposuit Benedicti Decimi Sexti” (Les anuncio una gran alegría, tenemos Papa: el Eminentísimo y Reverendísimo D. José, Cardenal de la Santa Iglesia Romana Ratzinger, quien tomó para sí el nombre de Benedicto XVI).
No puedo olvidar la emoción profunda sentida en ese momento y el sentimiento de sincera gratitud que en mi brotó al verlo aparecer en el Balcón de la Basílica de san Pedro. En ese momento le dirigí una carta (en donde además le dedicaba una tesis que había escrito ese año) y hoy, a casi 8 años de distancia, me vuelvo a dirigir a usted, Santo Padre, para repetirle nuevamente: gracias.
Gracias porque tuvo la humildad para aceptar semejante carga: "Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar con instrumentos insuficientes y sobre todo confío en vuestras oraciones" dijo en su primer mensaje antes de impartirnos la Bendición Urbi et Orbi. La responsabilidad era muy grande, pero usted supo escuchar a Jesús que, como a Pedro, le dijo "Sígueme".
Gracias porque ha sabido vivir crucificado como el Maestro. Crucificado por católicos que son quienes más lo critican, por medios de comunicación que lo difaman y atacan, crucificado por culpas que no solamente no cometió sino que ha sido usted quien más ha luchado para purificar a la Iglesia de Cristo de esas imperfecciones tan graves, estableciendo medidas para prevenirlas, y sigue siendo crucificado con rumores incluso aún en el momento de su renuncia. La Cruz es su gran amiga.
Gracias porque ha buscado renovar la vida de la Iglesia recordándonos el auténtico sentido del Concilio Vaticano II: debemos dialogar con el mundo sin olvidarnos de tener un sólido fundamento en la oración, sin olvidarnos de la auténtica Tradición, que el Concilio no fue una "actualización sin sentido" sino un regresar a beber de las fuentes de la Tradición.
Gracias porque ha trabajado arduamente para lograr la unidad de la Iglesia, por crear el Ordinariato Anglicano, por su acercamiento con la Iglesia Ortodoxa, por recordarle a los Obispos de Latinoamérica la importancia de promover la misión continental entre los laicos, por incursionar en el mundo digital con el Twitter.
Gracias por sus catequesis que nos recuerdan el gran tesoro que tenemos en los Padres de la Iglesia, por rescatar la espiritualidad de la liturgia, por subrayar el carácter de misterio y oración que la reviste, por su Carta Apostólica Summorum Pontificum que aclaró numerosas dudas sobre el uso de la Liturgia previa al Vaticano II.
Gracias porque su primera encíclica nos recordó lo más profundo de la realidad Divina: Dios es Amor; en numerosas ocasiones insistió en esa dimensión de la vida divina. Gracias porque su profunda espiritualidad del silencio nos enseñó que solamente ahí es posible lograr el verdadero encuentro con Dios.
Gracias por esa visita que hizo a mi país, México, en momentos en que atravesamos por una de las crisis mas dolorosas de nuestra historia: la crisis de valores; gracias por esa Misa multitudinaria al pie de la Montaña de Cristo Rey (el Cubilete), donde nos permitió introducirnos con usted en la espiritualidad del silencio en la liturgia (Cfr. Benedicto XVI en México). Gracias por su sencillez, por acoger a nuestro pueblo en su corazón y por permitirnos sentirlo nuestro Papa, gracias por convocar el Año de la Fe.
Gracias por enseñarnos el gran valor de la humildad, pues su renuncia al Papado no hace más que dejar en claro su profundo abandono a la Providencia de Dios: El que una vez le dijo “Apacienta a mis ovejas” aquel 19 de abril, hoy le pide dejar esa misión para otra persona.
Gracias porque quiere dedicarse a la vida contemplativa, a orar por nosotros, a seguir sirviendo a la Iglesia en la dimensión más importante: la intimidad con Dios.
Pero también debo pedirle perdón por no haber orado lo suficiente por usted, por haber escuchado su predicación en el Cubilete hace un año y no haberme decidido a cambiar de vida, por las veces en que he ofendido a Dios, por no aprovechar las oportunidades de gracia que nos ha abierto con el Padre.
Así como al inicio de su Pontificado le escribí agradecido por seguir la voluntad de Dios, nuevamente lo hago y por el mismo motivo. Sé que su decisión fue meditada en la oración y fue difícil de tomar, y eso no habla más que de la docilidad que tiene a Aquél que es el Amor. Cuente con mi oración que humildemente uniré a la de usted por las necesidades del mundo y me siento tranquilo porque sé que así como después de Juan Pablo II el Espíritu Santo nos regaló un gran Papa, que no supimos valorar, aprovechar y que no merecíamos dadas nuestras tantas infidelidades, así ahora nos regalará uno que será también dócil a Su Voluntad. Que María, la mujer del silencio, del Sí y del Amor, nos guíe, nos asista e interceda por nosotros.
Estimado lector: te invito a orar mas intensamente en este tiempo para que los Padres Cardenales reunidos en el Cónclave sean dóciles al Espíritu Santo y escojan al Papa que Él quiere para su Iglesia (tomada del Misal Romano, “Para la elección del Papa”):
Señor y Pastor eterno,
que gobiernas a tu rebaño con incansable protección;
concede a tu Iglesia, en tu infinita bondad,
un pastor que te glorifique por su santidad
y que nos guíe con vigilante y paternal solicitud.
Amén.
También te invito a no dejarte llevar por los periodistas que, ávidos de noticias, hacen ver el Cónclave como algo mundano, y por lo tanto hablan sin conocimiento de causa. En las próximas entradas hablaré sobre el Cónclave y la Sede Vacante (qué pasa mientras no hay Papa).


miércoles, 13 de febrero de 2013

Polvo




El Miércoles de Ceniza marca el inicio del tiempo Cuaresmal, el cual siempre ha sido considerado por la Iglesia como un período totalmente penitencial: se pide que los altares no se adornen con flores, se cambia el canto del Aleluya por el Honor y Gloria antes del Evangelio y se pide que los instrumentos musicales acompañen siempre al canto, prohibiéndose que toquen solos. Los cantos, las oraciones y el color del ornamento del sacerdote nos recuerdan la penitencia.
En la antigüedad, el signo de echarse ceniza sobre la cabeza era un signo penitencial y se realizaba sobre toda la cabeza (no una minúscula señal en la frente). Actualmente, grande o pequeña, en la frente o en la coronilla, hecha como sello o con el dedo, la ceniza sigue siendo un poderoso signo que nos recuerda algo: somos polvo.
Tradicionalmente, cuando uno se acerca a tomar ceniza, la persona que la impone solía decir “Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás”. Puede usarse otra fórmula con no menos profundidad: “Arrepiéntete y cree en el Evangelio”.
Este día es cuando salen cristianos hasta por debajo de las piedras: los templos deben ofrecer varias celebraciones al día y hay gente que hasta solicita un poco de ceniza “para llevar” a los enfermos. Ningún día del año, por lo menos en México, se ve tanta gente asistiendo a la celebración.
En un mundo de signos, como es la religión, de poco nos sirve hacer el signo si no procuramos vivirlo. En pocas palabras, de muy poco sirve ir una sola vez al año al templo si el resto somos “creyentes pero no practicantes”; por mucha ceniza que nos echemos, jamás nos acercaremos siquiera a la gracia que podemos recibir al confesarnos y comulgar.
Recuerda, arrepiéntete, cree. Tres verbos en imperativo. Es una orden, no es una sugerencia, no es un recurso retórico. El camino es claro, el cristianismo no es para los débiles, los faltos de voluntad, los blandengues. Tenemos alta la meta.
Hay que recordar que somos polvo, es decir, nada. Que lo que tenemos y somos es proveniente de Dios, pero sobre todo, que no somos nadie para decidir lo bueno y lo malo. El pecado original consistió no en comer del fruto, sino en querer usurpar el lugar de Dios: la soberbia. Por eso hay que recordar, bajarnos de nuestra nube y reconocer lo que somos.
Arrepentirse es el único camino. Pero no es el arrepentimiento de las películas, ni de dientes para fuera. Es un movimiento interior, profundo, que conlleva reconocer que he obrado mal, que no he sido humilde y he querido imponer mi voluntad a la de Dios. Pero no se queda en un mero “decir”, el arrepentimiento sincero, profundo, perfecto, se acompaña forzosamente del dolor por haber pecado, pues hemos ofendido a Dios. No queda otro camino que reconocerse necesitado de la gracia divina, saberse débil y pedir fuerzas para levantarse. Nuevamente ser polvo. Es ser como el hijo pródigo, que se levantó y se dirigió a pedir perdón a su padre. La Cuaresma es el tiempo adecuado en el que puedo ponerme a mano con Dios a través de la confesión.
Creer. Cuatro letras sumamente complicadas de vivir. Brotan de la humildad profunda de saberse limitado, pequeño, que no puede uno conocer y dominarlo todo, que hay verdades y realidades que lo sobrepasan. Pero también es creer en la salvación, en que Dios nos ama tanto que mandó a su Hijo a pagar por todos nosotros, que no nos quiso abandonar. Creer que en la confesión es Cristo quien actúa y no otro ser humano. Creer que los mandamientos de Dios dan vida plena, y que vivirlos es camino seguro a salvarnos.
Reforzamos la vivencia cuaresmal con tres obras básicas: ayuno, oración y limosna. De ellos hablaremos en posteriores entradas.
Ser polvo, reconocerse débil, limitado. Ese ha sido el ejemplo que Benedicto XVI nos ha dado: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino (…) de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.  Gran testimonio, de renuncia llevada al extremo. No dice “después de consultar con los médicos” ni tampoco “como ya me siento cansado necesito vacaciones”. Dice que ha examinado reiteradamente (no una ni dos veces) su conciencia ante Dios. Ha orado, ha sufrido, ha creído, pero sobre todo, ha reconocido su limitación y sabe que es otro ya quien debe llevar la barca.
Benedicto XVI se supo polvo, se reconoció, se arrepiente de sus fallas y pide públicamente perdón de ellas, y se acoge a la Misericordia de Dios. Grande eres, Santo Padre. Alguna vez lo dije ante unos amigos: no merecemos a este Papa. Un gran hombre, un gran santo nos tocó, que ahora nos enseña, con su vida y con este último ejemplo, el significado pleno de la renuncia. Recordó, se arrepintió y creyó. ¿Tú y yo seguiremos su ejemplo?
Te invito a orar tanto por el Papa Benedicto, pues en este momento requiere de mucha oración, pero también por la Iglesia, para que Dios Nuestro Señor ilumine a los Padres Cardenales que tienen sobre sus hombros la grave responsabilidad de ser dóciles al Espíritu Santo y elegir a un Papa que apaciente las ovejas de Dios.

lunes, 21 de enero de 2013

Creo




Es una palabra sencilla, cuatro letras, una sílaba. Se pronuncia con facilidad y no parece implicar ninguna complicación importante. Los Domingos y Solemnidades, al asistir a Misa, repetimos “Creo…”, muchas veces con cierto automatismo. Se le relaciona con la fe, y, por desgracia, también se le suele oponer a la práctica (“soy creyente, pero no practicante” dice mucha gente de sí misma).
Tal vez esta percepción tenga su origen en la reforma protestante. Uno de los principales postulados es precisamente que la fe y las obras son diferentes, a tal grado que la sola fe es capaz de alcanzar la salvación sin que por esto haya una implicación en la vida personal: basta con creer para ser salvos, dicen.
Pero tal parece que hay alguien que no está de acuerdo con esa postura: Dios. El hombre es muy dado a dividir, a fraccionar, a separar, pero no siempre es posible. Así lo ha dicho Jesús: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21). El Señor es muy claro: “hacer la voluntad de mi Padre”. ¿Cómo puedo creer en Dios y no cumplir lo que me pide?
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). Esto es más radical. Negarse a sí mismo es renunciar al pecado, a lo que me aleja de Dios, pero por sobre todo, es renunciar a hacer mi propia voluntad, querer definir yo mismo qué es bueno y qué no. El pecado original, la desobediencia a Dios, en realidad fue el pecado de la soberbia (“serán como dioses”, dijo la serpiente, Gn 3,5), fue que el hombre quería definir lo que es bueno y lo que no. en lenguaje moderno, vivir como un creyente pero no practicante.
Creer es un acto individual (la fe la han definido como la respuesta personal al Dios que se revela) aunque se expresa y se traduce en comunidad. Ante ciertas verdades que el hombre por sí sólo no puede conocer y que les son dadas en forma de regalo, la única respuesta posible es la fe, el creo. Pero esa respuesta compromete. Ya lo dice el apóstol Santiago: “Muéstrame tu fe sin obras, que yo con mis obras te mostraré mi fe” (St 2,18). O dicho en términos más coloquiales “A Dios rogando y con el mazo dando”.  
No es posible ser “creyente y no practicante”: creer significa que acepto aquello que me ha sido revelado por Dios, es decir, que confío o acepto su autoridad, y, por tanto, implica el hecho de cumplir con aquello que nos viene de Él. En primer lugar, el Mandamiento del Amor: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. "Obras son amores, y no buenas razones” dice el refrán. Una fe sin obras se convierte en una campana sin badajo, ya lo dice san Pablo en la Primera Carta a los Corintios: “aunque mi fe fuera tan grande como para cambiar de sitio las montañas, si no tengo amor, nada soy”.
Una fe sin obras se convierte en algo vacío, en fariseísmo. Los fariseos se sabían toda la Ley de Moisés y la exigían al pueblo, pero ellos mismos no la cumplían, y por ello fueron duramente criticados por Jesús en numerosas ocasiones.
Por otro lado, una vida de obras sin una fe verdadera se convierte en activismo, en hacer pero sin un sentido trascendental, lo que hace que el esfuerzo humano sea hueco. Cuentan que una vez la Beata Teresa de Calcuta visitó un convento y las hermanas le pidieron que les disminuyera el número de horas de oración que tenían que hacer a diario, pues no se bastaban para atender tanta necesidad. La madre Teresa les aumentó las horas de oración, pues estaba consciente de que si la disminuía, perdería el sentido la labor que hacían. Fe y obras no son separables.
De esta forma, si queremos pasar de una “fe superficial”, que no se compromete, a una que se vive y que permea cada aspecto de la propia vida, es necesario que el “Creo” no sea una mera frase pronunciada automáticamente. Debemos conocer a qué nos comprometemos cuando decimos “creo”, debemos estar conscientes, dentro de nuestras posibilidades, del contenido de ese acto de fe.
¿Conocemos el contenido del Credo? Credo, en latín, significa “Creo”. ¿Qué significa o qué representa cada uno de los “artículos de fe” contenidos en él y que recitamos cada Domingo? ¿A qué nos comprometemos cuando digo “creo”?
Durante las siguientes entradas, estaremos revisando de manera rápida el contenido de las diversas partes del Credo. Aunque el Catecismo de la Iglesia Católica lo aborda de manera muy profunda, práctica y clara, no está de más revisar nuevamente estos temas teniendo la intención de que, en este Año de la Fe, verdaderamente conozcamos lo que profesamos y lo llevemos a los demás a través del Testimonio de la vida conforme a lo que esta fe nos demanda.