El Miércoles de Ceniza marca el inicio del
tiempo Cuaresmal, el cual siempre ha sido considerado por la Iglesia como un período
totalmente penitencial: se pide que los altares no se adornen con flores, se cambia
el canto del Aleluya por el Honor y Gloria antes del Evangelio y se pide que
los instrumentos musicales acompañen siempre al canto, prohibiéndose que toquen
solos. Los cantos, las oraciones y el color del ornamento del sacerdote nos
recuerdan la penitencia.
En la antigüedad, el signo de echarse ceniza
sobre la cabeza era un signo penitencial y se realizaba sobre toda la cabeza
(no una minúscula señal en la frente). Actualmente, grande o pequeña, en la
frente o en la coronilla, hecha como sello o con el dedo, la ceniza sigue
siendo un poderoso signo que nos recuerda algo: somos polvo.
Tradicionalmente, cuando uno se acerca a tomar
ceniza, la persona que la impone solía decir “Recuerda, hombre, que polvo eres
y en polvo te convertirás”. Puede usarse otra fórmula con no menos profundidad:
“Arrepiéntete y cree en el Evangelio”.
Este día es cuando salen cristianos hasta por
debajo de las piedras: los templos deben ofrecer varias celebraciones al día y
hay gente que hasta solicita un poco de ceniza “para llevar” a los enfermos.
Ningún día del año, por lo menos en México, se ve tanta gente asistiendo a la
celebración.
En un mundo de signos, como es la religión, de
poco nos sirve hacer el signo si no procuramos vivirlo. En pocas palabras, de
muy poco sirve ir una sola vez al año al templo si el resto somos “creyentes
pero no practicantes”; por mucha ceniza que nos echemos, jamás nos acercaremos siquiera
a la gracia que podemos recibir al confesarnos y comulgar.
Recuerda, arrepiéntete, cree. Tres verbos en
imperativo. Es una orden, no es una sugerencia, no es un recurso retórico. El
camino es claro, el cristianismo no es para los débiles, los faltos de
voluntad, los blandengues. Tenemos alta la meta.
Hay que recordar que somos polvo, es decir,
nada. Que lo que tenemos y somos es proveniente de Dios, pero sobre todo, que
no somos nadie para decidir lo bueno y lo malo. El pecado original consistió no
en comer del fruto, sino en querer usurpar el lugar de Dios: la soberbia. Por eso
hay que recordar, bajarnos de nuestra nube y reconocer lo que somos.
Arrepentirse es el único camino. Pero no es el
arrepentimiento de las películas, ni de dientes para fuera. Es un movimiento
interior, profundo, que conlleva reconocer que he obrado mal, que no he sido humilde
y he querido imponer mi voluntad a la de Dios. Pero no se queda en un mero “decir”,
el arrepentimiento sincero, profundo, perfecto, se acompaña forzosamente del
dolor por haber pecado, pues hemos ofendido a Dios. No queda otro camino que
reconocerse necesitado de la gracia divina, saberse débil y pedir fuerzas para
levantarse. Nuevamente ser polvo. Es ser como el hijo pródigo, que se levantó y
se dirigió a pedir perdón a su padre. La Cuaresma es el tiempo adecuado en el
que puedo ponerme a mano con Dios a través de la confesión.
Creer. Cuatro letras sumamente complicadas de vivir.
Brotan de la humildad profunda de saberse limitado, pequeño, que no puede uno conocer
y dominarlo todo, que hay verdades y realidades que lo sobrepasan. Pero también
es creer en la salvación, en que Dios nos ama tanto que mandó a su Hijo a pagar
por todos nosotros, que no nos quiso abandonar. Creer que en la confesión es
Cristo quien actúa y no otro ser humano. Creer que los mandamientos de Dios dan
vida plena, y que vivirlos es camino seguro a salvarnos.
Reforzamos la vivencia cuaresmal con tres
obras básicas: ayuno, oración y limosna. De ellos hablaremos en posteriores
entradas.
Ser polvo, reconocerse débil, limitado. Ese ha
sido el ejemplo que Benedicto XVI nos ha dado: “Después de haber examinado ante
Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad
avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino
(…) de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el
ministerio que me fue encomendado”. Gran
testimonio, de renuncia llevada al extremo. No dice “después de consultar con
los médicos” ni tampoco “como ya me siento cansado necesito vacaciones”. Dice que
ha examinado reiteradamente (no una ni dos veces) su conciencia ante Dios. Ha orado,
ha sufrido, ha creído, pero sobre todo, ha reconocido su limitación y sabe que
es otro ya quien debe llevar la barca.
Benedicto XVI se supo polvo, se reconoció, se
arrepiente de sus fallas y pide públicamente perdón de ellas, y se acoge a la Misericordia
de Dios. Grande eres, Santo Padre. Alguna vez lo dije ante unos amigos: no
merecemos a este Papa. Un gran hombre, un gran santo nos tocó, que ahora nos enseña,
con su vida y con este último ejemplo, el significado pleno de la renuncia.
Recordó, se arrepintió y creyó. ¿Tú y yo seguiremos su ejemplo?
Te invito a orar tanto por el Papa Benedicto,
pues en este momento requiere de mucha oración, pero también por la Iglesia,
para que Dios Nuestro Señor ilumine a los Padres Cardenales que tienen sobre
sus hombros la grave responsabilidad de ser dóciles al Espíritu Santo y elegir
a un Papa que apaciente las ovejas de Dios.
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