Una de las historias menos conocidas de la Biblia es la de Rajab, una prostituta. Una vez que el pueblo abandonó el desierto después de 40 años, Moisés concluyó su Misión (conducirlos hacia la Tierra Prometida a Abraham en antaño) y en quien recaería el inicio de la Conquista de esa tierra era Josué (como nota, la conquista del territorio concluiría con el Rey David).
Uno de los puntos estratégicos para comenzar la invasión era la fortaleza de Jericó (ciudad amurallada). Este lugar era importante no sólo desde el punto de vista militar, sino desde el religioso: significaba que el Dios de Israel era mucho más poderoso que los dioses de los pueblos de dicho lugar, que Él estaba con Josué (su elegido) y que la promesa que Dios en un tiempo hizo a Abraham (la Tierra que poseería) estaba por cumplirse.
Pues en ese contexto, Josué envió a dos espías a Jericó (libro de Josué, capítulo 2) y fueron a hospedarse en la casa de una mujer llamada Rajab, que tenía por oficio el ser prostituta. El rey del lugar se enteró y le pidió a ella que se los entregara (obviamente para matarlos), pero ella los escondió en su casa y dijo que habían vuelto al campamento de Josué al caer la tarde.
Ella, al regresar a su casa, se dirigió a los espías en estos términos:
«Sé que el Señor les ha dado la tierra; hemos oído cómo el Señor secó el agua del mar Rojo delante de ustedes cuando salieron de Egipto, y de lo que hicieron a los dos reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán, a Sehón y a Og, a quienes destruisteis por completo.
Ahora pues, júrenme por el Señor, ya que les he tratado con bondad, que ustedes tratarán con bondad a la casa de mi padre, dejarán vivir a mi padre y a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas, con todos los suyos, y que librarán nuestras vidas de la muerte» (Jos 2,10-13)
Los espías, después de jurar cumplir con esa promesa, se escondieron en los montes cercanos y después de tres días regresaron al campamento.
Cuando Josué decidió atacar Jericó, dio esta orden a los espías:
«Entren en la casa de la prostituta, y saquen de allí a la mujer y todo lo que posea, tal como se lo juraron. Entraron, pues, los jóvenes espías y sacaron a Rajab, a su padre, a su madre, a sus hermanos y todo lo que poseía; también sacaron a todos sus parientes, y los colocaron fuera del campamento de Israel.» (Jos 6,22-23).
Rajab vivió con su familia en medio de Israel. No vuelve a ser mencionada sino hasta el Nuevo Testamento, cuando el evangelista san Mateo nos enlista la ascendencia de Jesús:
«Salmón engendró, de Rajab, a Booz, Booz engendró, de Rut, a Obed, y Obed engendró a Isaí; Isaí engendró al rey David. Y David engendró a Salomón de la que había sido mujer de Urías.» (Mt 1,5-6).
De acuerdo con esta cronología, Rajab se convirtió en la tatarabuela del rey David, quien además no sólo es el ancestro más ilustre de Jesús, sino que en muchas ocasiones se hace referencia al Mesías como Hijo de David (y no sólo por linaje, sino por el profundo significado que tuvo para el pueblo de Dios). De quien menos se podría pensar, Dios quiso que descendiera su Hijo.
Muchas veces Dios nos sale al encuentro en nuestra vida, revestido de tantas formas (para Rajab, en forma de espías) y está en nosotros saber aprovechar esos encuentros “casuales” para sacar provecho (Rajab evitó que su familia fuera pasada a cuchillo, lo cual era la regla de guerra en esos tiempos y lugares).
A pesar del pasado que se tenga (el de Rajab no era nada virtuoso…), somos elegidos para colaborar con Dios en su plan no por nuestros méritos, sino simplemente porque Dios así lo quiere. La única labor de Rajab fue esconder a los enviados de Josué y despistar al Rey de Jericó. No importaba su pasado ni su actividad, lo que sí importó era su deseo de cambio.
El hecho de reconocer ante estos espías al Señor como Dios verdadero (en detrimento de sus propios dioses) ya representa un deseo de cambio que, con el tiempo, cristalizó en una nueva vida e, incluso, ella fue una de las piezas clave para que su plan de Salvación pudiera cumplirse. De quien menos esperaría uno.
Dios se hace el encontradizo en el camino (como a los discípulos de Emaús), nos invita a seguirlo a pesar de nuestra historia personal y que formemos parte activa del plan que Él tiene para la humanidad. No importa nuestra vida pasada (para ello, existe la confesión), lo que importa es que en adelante cambiemos de vida, nos dejemos transformar por él y luchemos cada día por vivir de acuerdo a lo que Él nos enseñó mientras vivió en medio de nosotros.
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