NOTA PREVIA: Esta entrada no tiene como objetivo denigrar, discriminar o emitir un juicio sobre personas concretas, sino entablar un diálogo, basado en la argumentación racional, por lo que cualquier comentario (a favor o en contra) que no siga este tenor, será eliminado.
En días recientes, dos sentencias judiciales han saltado a la opinión pública. El día 19 de junio de 2015, la Suprema Corte de Justicia de México declaró que “Las parejas homosexuales se encuentran en una situación equivalente a las parejas heterosexuales, de tal manera que es totalmente injustificada su exclusión del matrimonio”, permitiendo que, a través de juicios de amparo, parejas homosexuales puedan contraer matrimonio civil. La segunda sentencia, a la cual ciertamente se le dio mayor promoción, proviene de la Suprema Corte de Estados Unidos, con la cual declara inconstitucional la prohibición al matrimonio entre personas del mismo sexo. En términos generales, la opinión pública, activistas, simpatizantes de los derechos de los homosexuales y otras personas lo han calificado como un gran avance y progreso en la lucha de los derechos humanos. Coincidiendo con la fecha del Día Internacional del Orgullo Gay (el sábado más cercano al 28 de junio), muchas personas han manifestado su apoyo a través de redes sociales a través de pintar de arcoiris su foto de perfil.
En medio de esta euforia colectiva y, a riesgo de ser tachados de intolerantes y retrógrados, la Iglesia y los fieles católicos debemos alzar nuestra voz dejando clara la enseñanza del Evangelio al respecto. La primera de ellas, consagrada de un modo claro dentro del Catecismo de la Iglesia Católica es que las personas con tendencias homosexuales “deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta” (n. 2358). Ante todo, debe hacerse una distinción entre la persona y sus acciones: cuando se habla de la homosexualidad, se refiere al ejercicio de la misma y no a la persona homosexual.
No se debe confundir, como muchas personas con o sin mala intención lo han hecho, el “respeto, compasión y delicadeza” con una aprobación tácita o implícita de la conducta homosexual. Del “no juzgar” o “discriminar” a la persona no se sigue (ni se puede seguir) la aprobación de actos que, de suyo, no van de acuerdo con la Ley Moral Natural,
Dicho lo anterior, surgen varias preguntas que debemos resolver previamente para emitir un juicio informado, racional, sobre este tema: ¿Cuál es la auténtica naturaleza del matrimonio? ¿Es el matrimonio solamente un contrato legal? ¿El matrimonio es, en sentido estricto, un derecho? ¿La unión entre personas del mismo sexo es equiparable al matrimonio? ¿Cuál debe ser el papel de la ley positiva (la legislación humana) en este tema? ¿Es discriminación negarle a las personas del mismo sexo contraer matrimonio? ¿Cuál debe ser la postura que de acuerdo con el Magisterio perenne de la Iglesia, los fieles católicos debemos fijar al respecto? Dada la complejidad y la amplitud de las preguntas, abordaré este tema en varias entradas.
De manera personal, y en consonancia con el Magisterio perenne de la Iglesia, lamento que se haya tomado esta decisión que no hace más que mermar la solidez de la institución de la familia y que declara como algo permitido y aprobado por la ley (y por tanto, que ayudará a lograr el bien común de la sociedad) una conducta que va en contra de la Ley Moral Natural y, por tanto, no sirve para alcanzar la plenitud del Reino de Dios. El por qué de mi postura lo explicaré en esta y las siguientes entradas.
La naturaleza del matrimonio.
Un problema de las definiciones legales es que, finalmente, son dadas por “mayoría” o consenso, lo que implica que, eventualmente, si la mayoría está de acuerdo, pueden ser cambiadas. Definir en realidad es “decir lo que algo es” (etimológicamente es señalar unos límites), y esto implica que no es el ser humano quien decide qué es, sino es quien, al reconocerlo, expresa el ser de las cosas. Por esta razón, el cambio en una “definición” legal no implica el cambio en la naturaleza de algo.
La creación del ser humano (imagen y semejanza de Dios) no sólo fue como “hombre y mujer” (Gn 1,27), sino que naturalmente se complementan: “Dijo Dios, «No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda proporcionada a él». Hizo pues, caer sobre el hombre un profundo sopor; y dormido, tomó una de sus costillas y formó a la mujer” (Gn 2,18.21-22). Aunque el hombre tenía la “compañía” del resto de la creación, estaba “solo”.
Más allá de una lección de biología, el relato bíblico establece la complementariedad que de hecho existe entre el hombre y la mujer. El plan salvífico de Dios considera la complementariedad entre hombre y mujer. Más allá de un “rol” de hombre y un “rol” de mujer, hay una realidad mucho más profunda: la psicología masculina y femenina son diferentes, complementarias, están llamados a ayudarse mutuamente a alcanzar la santidad, a traer el reino de Dios a la tierra por medio de sus diferencias, de su ayuda, de su acompañamiento.
A pesar de la diferencia fisiológica, Adán reconoce a Eva como “huesos de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2,23), expresando por un lado la “igualdad” en cuanto a dignidad y, por otro lado, la diferencia obvia que lo hace ser pleno. Por eso, una de las finalidades del matrimonio es “complementar” y generar una ayuda mutua, pero siempre con miras a alcanzar la santidad. No es una “alianza” cualquiera, es, como el mismo Adán lo dice, “Por esto, «abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne»” (Gn 2,24).
Dios, por su parte, “los bendijo para que fueran fecundos y se multiplicaran” (Gn 1,28), lo cual constituye la segunda característica del matrimonio: apertura a la vida. No es sólo un mecanismo biológico de sustentación o “perpetuación” de la especie humana, es ser partícipes de la facultad creadora de Dios, en donde el ser humano no es visto como una “producción en serie” sino como un ser querido por Dios. La sexualidad encuentra su plenitud y su recto ordenamiento en el matrimonio pues no sólo “une” al hombre y la mujer en el sentido carnal, representa una entrega y una apertura al poder creador de Dios, que a través del amor conyugal continua su obra creadora sobre el mundo. Es algo tan sagrado que Jesús mismo quiso elevarlo a la dignidad de Sacramento y que, para san Pablo, es un signo del amor que Cristo tiene a su Iglesia (Cfr. Ef 5,32).
El matrimonio, lejos de servir para “satisfacer” las pasiones sexuales, sirve para “sublimarlas”, para santificar al mismo ser humano cuando se realiza conforme a la voluntad de Dios. En este sentido, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe emitió en el año 2003 un documento llamado “Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales”, del cual cito este fragmento: “El hombre y la mujer son iguales en cuanto personas y complementarios en cuanto varón y hembra. Por un lado, la sexualidad forma parte de la esfera biológica y, por el otro, ha sido elevada en la criatura humana a un nuevo nivel, personal, donde se unen cuerpo y espíritu” (n. 3).
El matrimonio, ¿Vocación o derecho?
De lo anterior, se desprende que el matrimonio es auténticamente una vocación, una llamada personal, única, que Dios hace a un hombre concreto y a una mujer concreta, para que juntos construyan una comunidad de amor en la cual los valores del Evangelio empiecen a florecer, llamada familia.
Como tal, el matrimonio no debe ser considerado como un “derecho” en sentido estricto, sino como la gozosa aceptación de una vocación en la cual el hombre y la mujer se saben distintos y complementarios y desean comenzar una vida juntos, ser “una sola cosa” o, como decía Tobías “no llevado de la pasión sexual, sino del amor de tu ley, recibo a esta mi hermana por mujer” (Tb 8,7).
De esta forma, más allá de un “contrato” legal, el matrimonio se constituye como signo del amor entre hombre y mujer que, abierto a la fecundidad, proclama la maravilla de la creación y el gran amor que Dios tiene a su Iglesia y a la humanidad entera.
¿Matrimonio y unión homosexual son equiparables?
“No existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia. El matrimonio es santo, mientras que las relaciones homosexuales contrastan con la ley moral natural. Los actos homosexuales, en efecto, «cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso»” (Consideraciones acerca… n. 4, Catecismo de la Iglesia Católica n. 2357).
Insisto, no se está juzgando a las personas homosexuales, el documento es muy claro, el juicio moral se emite sobre los actos. De suyo, un acto que va contra la naturaliza de la sexualidad (la apertura a la fecundidad) no puede ser considerado moralmente correcto. Por mucho que se modifique la estructura fisiológica de la persona a través de operaciones de “cambio de género”, la relación sexual entre dos personas del mismo sexo no está abierta a crear nueva vida.
En la siguiente semana, seguiremos reflexionando sobre las otras preguntas. Te invito, amable lector, a tener una actitud crítica, objetiva, no visceral, y reflexionar sobre este tema y a compartir de forma respetuosa tus reflexiones.
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Muy bueno Toño. Lo que muchos pensamos, puesto de manera clara y ordenada.
ResponderEliminarGracias Rodrigo
EliminarUna defensa valiente muy concisa´, rotunda, congruente con los valores de nuestra religión y que plasma lo que muchos católicos pensamos pero que no nos atrevemos a expresar por temor a la crítica, felicidades¡¡¡
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