En los concursos de literatura se acostumbra que el autor debe firmar con un pseudónimo y entregar en un sobre cerrado, con la finalidad de no influenciar a los jueces en caso de que sea conocido por ellos o que sea un personaje de renombre. Sin embargo, no está permitido ponerse por pseudónimo el nombre de alguna persona renombrada en el área, por ejemplo, “Miguel de Cervantes” o “William Shakespeare”, por citar algunos.
Para nosotros es claro que si me hago pasar por otra persona, puedo ser acreedor a una demanda. No puedo, tampoco, escribir algo y atribuírselo a otra persona.
Estas cosas que nos quedan hoy muy claras, en la antigüedad no lo eran tanto. Pongo un ejemplo. Durante mucho tiempo se atribuyó a san Pablo la Carta a los Hebreos, pero un análisis detallado de la redacción da a entender que fue alguien más quien la escribió pero firmó como san Pablo. Así sucedió también con el Apocalipsis de san Juan (que no es el mismo Juan que el de los evangelios) y con otros libros más. A este fenómeno los estudiosos de la Biblia le llaman “pseudoepigrafía”, es decir, que el libro se le atribuye a alguien más.
Esto sucedía principalmente porque entonces tendría mayor “peso” en la comunidad si se decía, por ejemplo, que venía del apóstol san Juan que si venía de un “ilustre desconocido”. Como ya insistí anteriormente, la autoridad de un libro de la Biblia no deriva de su autor humano, sino de Dios mismo.
El caso es que mucha gente comenzó a escribir acerca de Jesús (aunque no siempre cosas verdadera) y, en vez de “asumir” la autoría, se le colgaba el “milagro” a un apóstol, evangelista o personaje muy conocido en la Iglesia Antigua. Así nacieron los evangelios de Felipe, Tomás, Marción, María Magdalena, Judas, Juan (un evangelio apócrifo, no el de la Biblia), el pseudo-Mateo, Nicodemo, Bartolomé y un largo etcétera.
El concepto de “apócrifo” para nosotros tiene un significado muy relacionado a “malo, perverso, secreto, perjudicial”, cuando en realidad el significado original (y que es el que por lo menos usa la Iglesia cuando se refiere a estos escritos) es “separado”, es decir, son todos aquellos libros que no han entrado en la lista de los reconocidos como inspirados por Dios (canon) pero que no necesariamente quiere decir que sean “malos” y debe evitarse terminante su lectura.
Para muestra, un botón. ¿En dónde se dice que los padres de la Virgen María son san Joaquín y santa Ana? Si leemos al derecho y al revés, jamás encontraremos ni la más mínima alusión al respecto. Pero si leemos el “Evangelio de la Natividad de María”, ahí encontraremos ese dato (junto con otros más). ¿Eso quiere decir que es malo? No. Simplemente que, en su origen, no es Dios quien inspira al escritor.
¿Cómo se distingue al inspirado del no inspirado? Muy buena pregunta. Hay varios criterios. Algunos de ellos son:
- Unidad y coherencia interna: algunos libros están en franca discordancia con el resto de los demás. Esto es inadmisible teniendo en cuenta que sólo hay un autor (Dios) aún y cuando haya diferentes escritores. Algunos evangelios de la infancia de Jesús nos lo presentan como un niño berrinchudo que incluso llegó a matar a uno de sus compañeros porque destrozó unas palomitas de barro que él hizo. Creo que es más que evidente que no es el Jesús que vino a predicar y vivir el amor hasta el dar la vida por todos. Cuando un libro simplemente no está de acuerdo con los 73 de la Biblia, no es inspirado.
- Antigüedad: Evidentemente un evangelio debe ser cercano a su redacción a la fecha en que Jesús vivió (no esperaría que alguien redactara con validez un evangelio en pleno s. XX, aunque hay quien asegura haberlo hecho). Hay evangelios apócrifos que datan de la Edad Media.
- Uso de la comunidad: Este es un criterio sumamente importante. Las primeras comunidades cristianas comenzaron a usar para su oración y su liturgia textos que ellos reconocían como inspirados por Dios y quedaron consignados en leccionarios y otros documentos. Se dio una cierta uniformidad entre numerosas comunidades sobre los libros que ellos usaban. Se generan “listas” de los libros, algunas tan antiguas como el Fragmento Muratoriano (s. II o IV, sólo NT) Concilio de Roma (llamado decreto de Dámaso, 382) o el de Hipona (393) que incluyen todos los libros que actualmente usamos. Es muy importante este criterio, porque no es el de la “jerarquía” (como muchas veces se nos ha hecho creer), sino de la comunidad que, inspirada por el mismo Dios, lo reconoce a Él como autor de ciertos libros.
Si bien la lista “definitiva” se promulgó en el Concilio de Trento (8 de abril de 1546), lo único que se hizo fue poner por escrito la usanza de siglos de la Iglesia, recopilando los textos que ya desde las primeras comunidades se usaban, tomando en cuenta evidencias antiguas (códices, leccionarios), listas (como el Decreto de Dámaso) que evidenciaban que, desde su inicio, la fe de la Iglesia los reconocía como inspirados por Dios.
Hay unos cuantos evangelios apócrifos que abordaré con mayor detenimiento (uno de ellos lo leía completo, el otro aún no del todo), pero que fueron motivo de controversia en los últimos años: el de Tomás (abordado en la película Estigma) y el de Judas (que la revista National Geographic publicó con bombo y platillo hace pocos años).