Hoy es Jueves Santo, en el que recordamos-celebramos-vivimos
la Misa vespertina de la Cena del Señor. Con esa Misa comienza el Triduo
Pascual, que es el centro de nuestra Fe, el momento más sagrados y el tiempo
propicio para el encuentro con Dios. Son días para orar, para el recogimiento,
para reflexionar y corregir, para mortificarse. No es un tiempo vacacional
cualquiera, no es el momento de festejar: Cristo se ha entregado por ti y por
mí, ha pagado por mis pecados y por los tuyos.
En la Oración Colecta de este día, escuchamos “Dios nuestro,
que nos has reunido para celebrar aquella Cena en la cual tu Hijo único, antes
de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el sacrificio nuevo y eterno,
sacramento de su amor, concédenos alcanzar por la participación en este
sacramento de la plenitud del amor y de la vida…”.
Brevemente quiero reflexionar sobre dos frases de la
oración:
Nos has reunido para celebrar aquella Cena
Una de las características principales de la religión
católica es que es Dios quien sale al encuentro del hombre y no viceversa. Dios
sabe que el hombre por su sola fuerza es incapaz totalmente de alcanzarlo, así
que toma la iniciativa y se hace el encontradizo. Así como en Emaús Dios finge
ser un caminante más, de igual modo se aparece en la vida de cada hombre y lo
invita a seguirlo.
Muchos estamos convocados hoy, de hecho todos los católicos,
pero desgraciadamente pocos atenderemos a esta invitación. ¿Dónde están
aquellas multitudes que abarrotaban los templos hace 40 días en el Miércoles de
Ceniza?
Hoy no es como cualquier día, de ningún modo. Es el día de
la Cena, con mayúscula. Es una auténtica celebración, con un tinte de
despedida. Recibimos el regalo más grande, pero sabemos lo que anticipa.
Antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el sacrificio
nuevo y eterno, sacramento de su amor
Jesús, “sabiendo que había llegado la hora de pasar de este
mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo” leemos hoy en el Evangelio según san Juan. Cristo sabe que ha
llegado el momento en el que debe redimir a los hombres, es decir, Él siendo
libre de todo pecado debe pagar con su vida por los pecados de todos los
hombres (incluso de aquellos que no creen en Él o que están en su contra…). Pero
es tanto el amor que tiene hacia nosotros (el extremo… significa que no puede
amarnos más), que decidió dejarnos un testimonio, un sacramento (un signo sensible
que expresa una realidad que va más allá de lo sensible) que expresara su amor.
De hecho, nos dejó tres (Crf. Tres regalos): la Eucaristía, el Sacerdocio y el
Mandamiento del Amor.
Los judíos tenían que hacer constantemente sacrificios para
expiar sus pecados, tenían que renovar la alianza con Dios. Cristo, en cambio,
con su sangre sella definitivamente una alianza con todos los hombres que no
necesita renovarse, que no tiene caducidad. Este Sacramento nos recuerda, nos
traslada, nos hace vivir de nuevo y nos hace actual (es decir, nos vuelve a “aplicar”
el sacrificio de Cristo en la Cruz, su Muerte y su Resurrección lleno de
Gloria.
La razón por la que el sacrificio (la Eucaristía) se repite
diariamente no es porque sea como la Pascua judía, que tenía que repetirse para
seguir surtiendo efecto, sino porque es testimoniar diariamente ante todo el
mundo que Dios nos ama, que Él no se puede olvidar de los hombres. Por eso es
una entrega eterna, Él decidió donarse a cada uno de nosotros para siempre, de una
sola vez por todas… ¿Y qué hay de nosotros?
Este preciso regalo no quedó en el aire: pudiéndolo confiar
a los ángeles, seres más dignos sin duda que nosotros, quiso que fuera
administrado por humanos. El Cuerpo y la Sangre de Cristo fueron dejados a
hombres, comunes y corrientes, con virtudes y defectos, con fallas y aciertos
como cualquiera, a los que llamamos sacerdotes. Ellos están llamados a ser la
imagen viva de Jesús en medio de nosotros.
Sabiendo lo que hoy celebramos, acudamos a dar gracias a
Dios por tan grandes donde y preparémonos para vivir con intensidad y devoción estos
días santos.
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