viernes, 6 de abril de 2012

Árbol noble y espléndido



Es Viernes Santo de la Pasión del Señor. El gozo con el que celebrábamos el Jueves Santo hace apenas unas horas se ve ensombrecido por una dura realidad: Jesús, el Mesías en el que esperábamos, ha sido entregado y murió en una Cruz. Es por esta razón que el Templo está sin adornos, el altar desnudo, no se celebra la Misa (sino hasta la Vigilia Pascual el sábado por la noche).
Hoy es un día en el que la Iglesia guarda recogimiento, silencio. Sabe que un inocente fue condenado a muerte para salvar a los pecadores, a ti y a mí, a los que creen y a los que no, a los que aman a Dios y a los que no lo aman. Todos. Cristo, extendiendo sus brazos en la Cruz abraza a toda la humanidad.
La Liturgia de hoy consta de tres partes: la Liturgia de la Palabra, centrada en la lectura de la Pasión según san Juan, la Adoración de la Cruz y el Rito de Comunión (Cfr. Cruz) .
¿Por qué adorar la Cruz? Es un objeto de madera, utilizado como instrumento de tortura y muerte. En ella fue clavado Cristo, el Salvador del mundo. ¿Quién en su sano juicio recuerda el instrumento de muerte de un ser querido? Nosotros.
La Cruz para Jesús tiene un significado especial, íntimo, único: en sus predicaciones era un tema recurrente: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí” (Mt 10, 38; Lc 14, 27), “Si alguno me quiere seguir, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9, 23). La Cruz misma, incluso, es el punto de encuentro con Dios. Simón de Cirene fue obligado a cargarla, pero sus hijos Alejandro y Rufo más tarde se volverían cristianos muy reconocidos en la primera comunidad (Mc 15, 21).
Es que la Cruz no es instrumento de muerte, es un instrumento de vida. Nuestra fe es vana, dice san Pablo, si no creemos en la Resurrección. Cristo ha muerto, sí, pero ha resucitado (vuelto a la vida para nunca más morir). Por eso, himnos compuestos desde hace mucho tiempo, le llaman “Cruz amable y redentora, árbol noble, espléndido”, “dulce leño”, “árbol santo”.
El pecado entró al mundo por la desobediencia de Adán y Eva, que quisieron ser como dioses (Gn 3, 5), es decir, quisieron decidir lo que es bueno y lo que es malo, y comieron del fruto del árbol del bien y del mal. Para reparar la falta, la salvación entró al mundo por la obediencia total de un hombre, Cristo (A pesar de que era el Hijo, aprendió a obedecer padeciendo Hb 5, 8), que voluntariamente fue clavado en un árbol, la Cruz, para que todo aquél que quiera tome los frutos de la salvación.
Por eso hoy, la Liturgia nos pide adorar la Cruz. La adoración se le tributa solamente a Dios, nunca a las creaturas (a ellas se les venera, pero jamás se les adora). En este caso, no es que la Cruz sea Dios, sino que hoy, ahora, está Dios en Ella. No adoramos un pedazo de madera, ni una creación humana, tampoco un instrumento de tortura ni una imagen hecha por hombres. Adoramos a Dios mismo, que sin necesidad alguna quiso entregarse por todos nosotros.
Al pasar hoy a adorar la Cruz, ya sea con una genuflexión completa, con un beso, una reverencia profunda, una mezcla de sentimientos encontrados debe embargarme. Por un lado, un profundo y genuino agradecimiento, pues sin mérito alguno de mi parte Dios ha muerto en la Cruz. Pero también un arrepentimiento profundo, pues con cada pecado, con sólo uno, soy como Judas, que lleva el batallón para crucificar a Jesús.
Por eso la Iglesia hoy nos pide el ayuno y la abstinencia de carne: debo mostrar externamente mi arrepentimiento, debo estar consciente de que es por mí, y sólo por mí, que Dios ha muerto.
Antes de entregar su último aliento, en el momento supremo de su sacrificio, Cristo dice: “Todo está cumplido”. Dios ya ha puesto todo lo que le toca, lo que está de su parte, ya ha enviado a su Hijo, ha fundado una Iglesia, nos ha dejado el Sacramento de su Amor (la Eucaristía), nos ha enseñado el camino para llegar al Padre. ¿Qué falta? Tu respuesta y la mía. ¿Qué esperamos? Que hoy, al acércanos al árbol noble y espléndido a adorarlo, decida dar el paso que falta para negarme a mí mismo, tomar mi Cruz y seguir al Señor.

jueves, 5 de abril de 2012

Entrega Eterna



Hoy es Jueves Santo, en el que recordamos-celebramos-vivimos la Misa vespertina de la Cena del Señor. Con esa Misa comienza el Triduo Pascual, que es el centro de nuestra Fe, el momento más sagrados y el tiempo propicio para el encuentro con Dios. Son días para orar, para el recogimiento, para reflexionar y corregir, para mortificarse. No es un tiempo vacacional cualquiera, no es el momento de festejar: Cristo se ha entregado por ti y por mí, ha pagado por mis pecados y por los tuyos.
En la Oración Colecta de este día, escuchamos “Dios nuestro, que nos has reunido para celebrar aquella Cena en la cual tu Hijo único, antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el sacrificio nuevo y eterno, sacramento de su amor, concédenos alcanzar por la participación en este sacramento de la plenitud del amor y de la vida…”.
Brevemente quiero reflexionar sobre dos frases de la oración:

Nos has reunido para celebrar aquella Cena
Una de las características principales de la religión católica es que es Dios quien sale al encuentro del hombre y no viceversa. Dios sabe que el hombre por su sola fuerza es incapaz totalmente de alcanzarlo, así que toma la iniciativa y se hace el encontradizo. Así como en Emaús Dios finge ser un caminante más, de igual modo se aparece en la vida de cada hombre y lo invita a seguirlo.
Muchos estamos convocados hoy, de hecho todos los católicos, pero desgraciadamente pocos atenderemos a esta invitación. ¿Dónde están aquellas multitudes que abarrotaban los templos hace 40 días en el Miércoles de Ceniza?
Hoy no es como cualquier día, de ningún modo. Es el día de la Cena, con mayúscula. Es una auténtica celebración, con un tinte de despedida. Recibimos el regalo más grande, pero sabemos lo que anticipa.

Antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el sacrificio nuevo y eterno, sacramento de su amor
Jesús, “sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” leemos hoy en el Evangelio según san Juan. Cristo sabe que ha llegado el momento en el que debe redimir a los hombres, es decir, Él siendo libre de todo pecado debe pagar con su vida por los pecados de todos los hombres (incluso de aquellos que no creen en Él o que están en su contra…). Pero es tanto el amor que tiene hacia nosotros (el extremo… significa que no puede amarnos más), que decidió dejarnos un testimonio, un sacramento (un signo sensible que expresa una realidad que va más allá de lo sensible) que expresara su amor. De hecho, nos dejó tres (Crf. Tres regalos): la Eucaristía, el Sacerdocio y el Mandamiento del Amor.
Los judíos tenían que hacer constantemente sacrificios para expiar sus pecados, tenían que renovar la alianza con Dios. Cristo, en cambio, con su sangre sella definitivamente una alianza con todos los hombres que no necesita renovarse, que no tiene caducidad. Este Sacramento nos recuerda, nos traslada, nos hace vivir de nuevo y nos hace actual (es decir, nos vuelve a “aplicar” el sacrificio de Cristo en la Cruz, su Muerte y su Resurrección lleno de Gloria.
La razón por la que el sacrificio (la Eucaristía) se repite diariamente no es porque sea como la Pascua judía, que tenía que repetirse para seguir surtiendo efecto, sino porque es testimoniar diariamente ante todo el mundo que Dios nos ama, que Él no se puede olvidar de los hombres. Por eso es una entrega eterna, Él decidió donarse a cada uno de nosotros para siempre, de una sola vez por todas… ¿Y qué hay de nosotros?
Este preciso regalo no quedó en el aire: pudiéndolo confiar a los ángeles, seres más dignos sin duda que nosotros, quiso que fuera administrado por humanos. El Cuerpo y la Sangre de Cristo fueron dejados a hombres, comunes y corrientes, con virtudes y defectos, con fallas y aciertos como cualquiera, a los que llamamos sacerdotes. Ellos están llamados a ser la imagen viva de Jesús en medio de nosotros.

Sabiendo lo que hoy celebramos, acudamos a dar gracias a Dios por tan grandes donde y preparémonos para vivir con intensidad y devoción estos días santos.

martes, 27 de marzo de 2012

Benedicto XVI en México (1): El Papa y yo


Benedicto, hermano, ya eres mexicano.

El 25 de marzo de 2012, V Domingo de Cuaresma, Su Santidad el Papa Benedicto XVI celebró la Santa Misa en el Parque Bicentenario en México y yo tuve la dicha de asistir. En esta entrada, primera de una serie de varias en las que reflexionaré sobre este acontecimiento tan importante para la Iglesia en México, quiero comenzar por compartir con ustedes lo que viví ese día.
Siendo todavía Joseph Cardenal Ratzinger, yo ya profesaba una admiración por él, pues había tenido la oportunidad de acercarme a varios de sus escritos. Recuerdo perfectamente el momento gozoso en que la chimenea con humo blanco y la aparición del Camarlengo en el balcón del Vaticano nos anunciaba: “Nuntio Vobis gaudium magnum: Habemus Papam…” (Les anuncio una gran alegría: tenemos Papa), y la aparición del ya entonces Benedicto XVI, quien por primera vez se presentaba ante el mundo como depositario de la gran responsabilidad de apacentar a las ovejas del Señor, como en su momento él le pidió al Apóstol Pedro. Tan grande fue ese momento, que una tesis que redactaba para concluir mis estudios en filosofía la dediqué a él con sincero afecto y cariño. Ya desde ese momento lo sabía mi papá en la fe. Más tarde recibí una nota de agradecimiento (pues le hice llegar una copia de dicho trabajo) con su Bendición Apostólica.
Desde su elección ansiaba poder conocerlo en persona (aunque fuera de lejos) pero veía difícil  tanto yo ir a Roma como el que él viniera a México (por su salud y edad), de forma que el saber que vendría a mi país fue un motivo de gran gozo y alegría. Abrigaba la esperanza de poder asistir a la Misa que sin duda celebraría ante los fieles de México, y me fue concedida esa dicha.
Cuando partí el sábado 24 no podía aún creerlo: me dirigía en peregrinación (pues para mí es un viaje espiritual) a ver al Vicario de Cristo, al Dulce Cristo en la Tierra, al Siervo de los Siervos de Dios. Llegar al lugar donde se celebraría la Misa no estuvo exento de dificultades e incomodidades (que no voy a relatar, pues no es lo importante). Al igual que yo, más de 600 mil personas de todas las edades (desde niños hasta personas ancianas) superaron las dificultades, las incomodidades, el frío de la madrugada, horas de estar de pie, el sol inclemente y muchas cosas más, con un solo objetivo: ver al sucesor de Pedro, aunque fuese de lejos.
Estando adentro del Parque Bicentenario la emoción comenzó a embargarme, mi oración había sido escuchada. No cesaba de dar gracias a Dios por tan grande don, pues sabía que era un regalo grande el que estaba recibiendo.
En varios momentos previos a la Misa, lo confieso, derramé lágrimas de emoción (la gente a mi lado me veía como bicho raro… ¿cómo alguien podía llorar en un lugar así?), aún no creía poder estar presente.
Mosaico regalado por el Papa
Entonces sucedió: vi bajar el helicóptero, que previamente había sobrevolado el Cerro del Cubilete, tan representativo para los católicos de todo el país, pues es donde está el Santuario que el pueblo de México dedicó a Cristo Rey (que, como nota al margen, representó una época en la que el pueblo se unió contra la represión religiosa del gobierno dando pie a la Guerra Cristera). El momento había llegado, el Papa estaba entre nosotros.
Se sentía la expectativa de todos los que estábamos congregados: es un Papa desconocido para muchos, con fama de serio, de poco expresivo, al que frecuentemente se le comparaba con el carácter del Beato Juan Pablo II. En días pasados a la visita, los medios de comunicación comparaban a ambos Papas y hablaban de la “prueba de fuego”, de que ahí se iba a ver si los mexicanos amaban al Papa o sólo a Juan Pablo II (que nos visitó varias veces), de si el Papa Benedicto “llenaría” los zapatos de su predecesor y muchas especulaciones más.
Las porras se escuchaban, coreadas por todos: “Ya falta poquito para ver a Benedicto”, “Benedicto, hermano, ya eres mexicano”, “Se ve, se siente, el Papa está presente”, pero una vez que el Papamóvil apareció, la gente se volcó en amor hacia el Papa, hacia su Papa, pues en ese momento lo sintieron suyo. El Santo Padre quiso romper el protocolo del recorrido (pues sólo pasaría originalmente cerca de algunos sectores) y pidió pasar a saludar a todos los que estábamos ahí: no hubo nadie que no viera de cerca al Papa, por el que habían pasado penurias y dificultades. Nadie se fue de ahí sin verlo cerca, aunque fuera en el Papamóvil. Después de la Misa, al regreso, con profunda emoción y asombro en sus palabras, una señora me dijo: “yo le dije a mi comadre, vamos a hacer bola, que no nos va a tocar verlo… y que pasa por donde yo estaba”. En algún momento alguien le pasó el sombrero de charro, insignia típica de los mexicanos (en la foto primera de esta entrada lo podemos apreciar) y así siguió recorriendo el área, mientras la gente aplaudía y coreaba porras. Había llegado el Papa.
Para mí, verlo pasar en frente, representó una gran emoción, pero también una inmensa paz. Comprendí que sólo alguien que tuviera una íntima y profunda relación con Dios a través de la oración podría irradiar una paz tan grande a pesar de todos los ataques, calumnias, difamaciones de las que ha sido objeto este Papa. Grandes cosas ha hecho por la Iglesia, pero desde el silencio, y poco le ha sido valorado, se le ataca por las terribles faltas de los sacerdotes pederastas, y él ha sido quien los ha castigado con más severidad, se le acusa de intolerancia y ha sido quien más ha buscado la reconciliación con los ortodoxos, anglicanos, lefebvristas, por citar algunos.
El comienzo de la Misa, marcado por la petición de no interrumpirla con aplausos y porras (los mexicanos somos muy dados a ello) señaló un momento de verdadero encuentro con Dios. Ahí caí en la cuenta que no iba a Misa con el Papa, sino que el Papa me iba a tomar de la mano para llevarme al encuentro de Jesús, que él estaba ahí para llevarme con Dios.
El silencio que viví en varias partes de la celebración (en el Acto Penitencial, después de la homilía, al término de la comunión) no era un silencio ornamental, ni improvisado, era un silencio en el que el Papa nos daba ejemplo de oración, de encuentro, era el silencio donde él hablaba con Dios y lo escuchaba, y me recordó que en mi vida también necesito del silencio, de callar los ruidos que tengo y que debo hacer pausas diarias para escuchar el susurro de Dios.
Fue sin duda una Misa celebrada a consciencia, con la delicadeza que el enamorado prepara el ramo de flores que le va a regalar a su amada, con la dedicación que la madre prepara la cuna de su hijo, con la devoción del que sabe que está ante la presencia de Dios. Cada elemento celebrado en su tiempo, vividos los signos como lo que son (medios para hablar con y escuchar a Dios), utilizando el canto como un medio para elevar el alma a Dios.
Los asistentes nos sentimos envueltos por ese ambiente de recogimiento y oración, nuevo para muchos, y nos sentimos ante la presencia del Misterio, y nos rendimos ante Él: con silencio profundo y con gran recogimiento fuimos viviendo la Misa junto con el Papa. No éramos simples espectadores, nos sabíamos partícipes de lo que en ese momento estaba sucediendo. A pesar de nuestro carácter estivo y jovial, respetamos el silencio y no hubo interrupciones.
La homilía nos recordó la necesidad de la conversión, de tener “un espíritu nuevo” (hablaré sobre ella posteriormente). La sentí dirigida a mí, que me recordaba que la Cuaresma es tiempo de conversión, que había ido ahí no a ver a Benedicto XVI, sino a escuchar a Dios que me pide que luche por ser santo.
La Liturgia de la Eucaristía fue celebrada casi enteramente en latín, como un signo de comunión con toda la Iglesia, como un recordatorio de que lo que celebramos va más allá de las lenguas, de las culturas, del tiempo: estamos ante Jesús que se entrega por nosotros.
La doxología (la aclamación “por Cristo, con Él y en Él…”, marca el fin de la Plegaria Eucarística) es el momento más sublime de la Liturgia, tanto que en la Iglesia primitiva “el Templo retumbaba con el Amén de los fieles”, que alaban a Dios por la sangre derramada por Cristo. Pues en la tierra de mártires, centro geográfico del país, al Pie de Cristo Rey, las voces de todos se unieron al coro y de forma impresionante el Amén retumbó por el Parque, recordándonos que nuestra vida tiene solamente sentido en Cristo, y que al Padre debía ser dado “todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”.
Platicando al regreso con la varios de los asistentes, coincidían en que todo lo sufrido había valido la pena, que habían vivido la Misa profundamente, que sentían al Papa como algo suyo, que había sido un gran encuentro con Dios.
Tuve un encuentro personal con el Papa. No me refiero a poder estrecharle la mano o recibir la comunión de su mano (nada me hubiera hecho más feliz en ese momento, pero nada de ello sucedió). Mi encuentro (que da título a esta entrada) fue el que se dio en la oración, el que él fomentó en mí para que me acercara a Dios, a que me llevó de la mano, me introdujo en su vida de oración para que, junto con Él, pudiera conocer a Jesús y que después pudiera yo hablar de esa experiencia.
Puedo decir que conozco mejor al Papa, pues viví junto con Él lo más cercano al cielo que se puede estar en la tierra, y fue entonces cuando comprendí lo que vino a hacer aquí en México: quiere llevarnos a Cristo, a vivir la oración, a pedir, junto con el salmista (del salmo que se usó en la Misa): “Crea en mí un corazón puro”. No vino a enseñarnos, sino a llevarnos de la mano, a que viviéramos junto con Él la experiencia de Jesús.
Gracias, Dios, por permitirme tan gran experiencia, que sin duda ha marcado mi vida cristiana.

Nota: las fotos son tomadas por un servidor en la Misa.

lunes, 9 de enero de 2012

Como quien pierde una estrella



El seis de enero, se celebra la fiesta de la Epifanía (del griego ἐπιφάνεια: manifestación), en algunos países (como en México) el domingo entre el 2 y 8 de enero, en otros el día 6. Para la Iglesia Ortodoxa, esta fiesta es mayor aún que la Navidad.
El sentido pleno de esta fiesta es la manifestación de Jesús a todos los hombres de todo el mundo (representados en los magos de oriente… sobre ellos ya hablé en una entrada, Vieron la estrella).
Los magos de oriente, vieron la estrella, y presurosamente se dirigieron hacia Jerusalén, donde creyeron que estaría: si era el Rey de los judíos, debería haber nacido en la ciudad real por excelencia. Pero no fue así y perdieron de vista a la estrella.
Se dirigieron a Herodes, el rey, para preguntarle por el Rey. Herodes no era judío, era idumeo (de una región al sur de Judá). Había accedido al poder alrededor de 40 años antes, apoyado por los romanos. Mandó ejecutar a la familia real judía de ese tiempo (para no tener quién le arrebatara el trono) y a dos de sus hijos (pues se rumoraba que conspiraban en su contra). A pesar de haber reconstruido el Templo de Jerusalén, el pueblo no lo aceptaría como rey legítimo, por sus vínculos con Roma y su origen de pagano (idumeo).
Herodes consulta a los sabios, pues él no era judío. Como sabemos por el evangelio (y lo intuimos por su conducta relatada por la historia), su intención no era adorar al Niño, sino matarlo, para que no le arrebatara el trono.
Los magos, con la mejor intención, le preguntaron a la persona incorrecta. Perdieron de vista a la estrella. Ellos eran lo que hoy llamaríamos astrónomos, estudiosos del cielo, e interpretaban las señales que aparecían en él como acontecimientos que marcan cambios en la tierra. Sabían leer las señales. Pero en Jerusalén, olvidaron a la estrella y preguntaron al hombre.
Los magos buscaban al Rey, para adorarlo (reconocimiento como Dios), pero en su búsqueda se perdieron. Muchas veces, en el laberinto del mundo moderno, nosotros también nos perdemos como ellos: el dinero, el estrés, alguna experiencia negativa, un cientificismo malsano nos nublan el cielo y hacen que perdamos de vista la estrella que lleva a Dios.
Mientras más recurrimos a Herodes, menos llegaremos a encontrar a Dios, pues lo buscamos en donde no está. Somos como los magos, que perdieron la estrella de vista.
¿Cómo recuperar la estrella que se perdió de vista? Ante todo, una actitud de humildad. ¿Por qué los escribas y sacerdotes a quienes consultó Herodes y que sabían dónde nacería no fueron a adorarlo? Por falta de humildad. Si yo me reconozco como limitado, que no puedo ni conocer ni hacer todo lo que quiera, que tengo límites, que no gira todo en torno a mí, sólo entonces tengo la apertura para interpretar la señal de la estrella, puedo volver a encontrar el camino.
Ojalá que seamos como los magos de oriente, que volvieron a encontrar la estrella y la siguieron, hasta encontrarse con el Niño que es Dios y Hombre Verdadero.

lunes, 2 de enero de 2012

El ejemplo de María


El 1 de enero de cada año se celebra el inicio del año civil en gran parte del mundo. Los deseos de paz, prosperidad, felicidad, se desbordan por el mundo y se generan los propósitos de inicio de año, que pocas veces se alcanzan.
Sin embargo, la Iglesia Católica en todo el mundo celebra una festividad grande, profunda pero a la vez discreta (pues se ve opacada muchas veces por el inicio del año), pero no por ello menos importante: el dogma (una verdad que se conoce como Revelada directamente por Dios y necesaria para alcanzar la salvación) de Santa María, Madre de Dios.
Hace mucho tiempo, hablamos del siglo V, Nestorio, un patriarca (obispo) de Constantinopla (actual Estambul, en ese tiempo, una de las sedes cristianas más importantes del mundo) comenzó a enseñar que la Virgen María no era Madre de Dios (ya que eso equivale a decir que Ella dio origen a Dios), sino que era Madre de Cristo.
Este razonamiento, aparentemente correcto, proviene de un error más grave, que tuvo su origen siglos antes: el arrianismo. Arrio, que era un sacerdote, negaba que Cristo fuera Dios, ya que era solamente hombre. Los obispos de aquél tiempo se reunieron en la ciudad de Nicea en el año 325 (es el Primer Concilio Ecuménico, es de decir, universal) y después de mucho debatir, concluyeron que en Cristo es Verdadero Dios y Verdadero Hombre y formularon una profesión de fe que es el Credo que recitamos los domingos en Misa (más adelante se le agregaron algunos enunciados).
Los obispos se volvieron a reunir en un Concilio (el Tercer ecuménico) en la ciudad de Éfeso, en el año 431 para discutir sobre las enseñanzas de Nestorio, y concluyeron que la Virgen María puede llamarse en sentido pleno Madre de Dios, no porque la divinidad de Cristo tenga su origen en María, no, sino que en realidad a quien dio a luz en Belén es a Dios mismo, que se revistió de nuestra carne, tal y como el Arcángel Gabriel le dijo a la Virgen María: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35).
Al reconocer a María como Madre de Dios no estamos diciendo que Ella sea una diosa, ni que sea más que Dios, o que le haya dado a Dios su categoría divina (todos esos son errores graves); estamos reconociendo que Dios quiso fijarse en Ella para que su plan de salvación y amor a los hombres pudiese llevarse a cabo, que, gracias a que Ella aceptó la propuesta de Dios de ser Madre de su Hijo, fue posible que Dios mismo se hiciera verdadero hombre y nos salvara.
En la cultura judía, las mujeres esperaban ser la madre de quien cumpliera la promesa que Dios le hizo a David (el rey que gobernaría todas las naciones con justicia y paz), así que era un grande honor el que recibiría la madre del “Hijo de David”. María no le pidió al Ángel que le enviara servidumbre, ni que él mismo le rindiera honores, ni una protección especial, se limitó a decir: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Ella, en vez de gritarlo a los cuatro vientos y recibir honores, decidió irse a ver a su prima Isabel (madre de Juan el Bautista) para atenderla en su embarazo (Lc 1,39-56).
Cuando los pastores y los magos de oriente visitaron al Niño en Belén, no rechazó a los pobres, no pidió que lo contaran a donde fueran, ni se dio su “papel” de persona importante con una agenda saturada (a ver si tengo tiempo de atenderte), ni tampoco se ensoberbeció, sino que “guardaba estas cosas en su corazón” (Lc 2,19).
Cuando fueron a presentar al Niño al Templo por primera vez, el anciano Simeón le dijo “Una espada atravesará tu corazón” (Lc 2,35), indicándole el gran dolor que iba a enfrentar ante el sufrimiento de Cristo en el Calvario.
En un mundo moderno, en el que pedimos pruebas, en el que buscamos ser servidos, evitar cualquier tipo de sufrimiento, en el que el tiempo está dividido entre el trabajo y uno mismo (y si bien le va, la familia), en donde vales por lo que tienes o por lo que haces, en donde escuchar a Dios es “obsoleto, aburrido, anacrónico, irracional”, en donde ya no hay tiempo para reflexionar y la soledad es sumamente temida, María se levanta como un signo de que se puede vivir y ser feliz haciendo exactamente lo contrario.
El testimonio y el ejemplo que nos da en esos pasajes, de servicio desinteresado (apenas se enteró que Isabel la necesitaba, fue hasta las montañas de Judea a servirle), de silencio reflexivo (meditaba u oraba en su corazón), de sacrificio (una espada te atravesará el corazón), de humildad (la esclava del Señor), de amor profundo a Dios, contrasta con nuestra actitud. Ella, en su categoría de Madre de Dios pudo haber pedido una vida resuelta, sin espinas en el camino, pero eligió vivir como cualquier mujer de su tiempo, pobre, abandonada en las manos de Dios.
Nunca es tarde para imitarla, ni necesita ser primer día del Año para formular el propósito de acercarme más a Dios o imitar a María, cualquier día es bueno para ello. Sólo tenemos que decidirnos a actuar. Que este sea nuestro mejor propósito de Año Nuevo.