Benedicto, hermano, ya eres mexicano. |
El 25 de marzo de 2012, V Domingo de Cuaresma, Su Santidad el Papa Benedicto XVI celebró la Santa Misa en el Parque Bicentenario en México y yo tuve la dicha de asistir. En esta entrada, primera de una serie de varias en las que reflexionaré sobre este acontecimiento tan importante para la Iglesia en México, quiero comenzar por compartir con ustedes lo que viví ese día.
Siendo todavía Joseph Cardenal Ratzinger, yo ya profesaba una admiración por él, pues había tenido la oportunidad de acercarme a varios de sus escritos. Recuerdo perfectamente el momento gozoso en que la chimenea con humo blanco y la aparición del Camarlengo en el balcón del Vaticano nos anunciaba: “Nuntio Vobis gaudium magnum: Habemus Papam…” (Les anuncio una gran alegría: tenemos Papa), y la aparición del ya entonces Benedicto XVI, quien por primera vez se presentaba ante el mundo como depositario de la gran responsabilidad de apacentar a las ovejas del Señor, como en su momento él le pidió al Apóstol Pedro. Tan grande fue ese momento, que una tesis que redactaba para concluir mis estudios en filosofía la dediqué a él con sincero afecto y cariño. Ya desde ese momento lo sabía mi papá en la fe. Más tarde recibí una nota de agradecimiento (pues le hice llegar una copia de dicho trabajo) con su Bendición Apostólica.
Desde su elección ansiaba poder conocerlo en persona (aunque fuera de lejos) pero veía difícil tanto yo ir a Roma como el que él viniera a México (por su salud y edad), de forma que el saber que vendría a mi país fue un motivo de gran gozo y alegría. Abrigaba la esperanza de poder asistir a la Misa que sin duda celebraría ante los fieles de México, y me fue concedida esa dicha.
Cuando partí el sábado 24 no podía aún creerlo: me dirigía en peregrinación (pues para mí es un viaje espiritual) a ver al Vicario de Cristo, al Dulce Cristo en la Tierra, al Siervo de los Siervos de Dios. Llegar al lugar donde se celebraría la Misa no estuvo exento de dificultades e incomodidades (que no voy a relatar, pues no es lo importante). Al igual que yo, más de 600 mil personas de todas las edades (desde niños hasta personas ancianas) superaron las dificultades, las incomodidades, el frío de la madrugada, horas de estar de pie, el sol inclemente y muchas cosas más, con un solo objetivo: ver al sucesor de Pedro, aunque fuese de lejos.
Estando adentro del Parque Bicentenario la emoción comenzó a embargarme, mi oración había sido escuchada. No cesaba de dar gracias a Dios por tan grande don, pues sabía que era un regalo grande el que estaba recibiendo.
En varios momentos previos a la Misa, lo confieso, derramé lágrimas de emoción (la gente a mi lado me veía como bicho raro… ¿cómo alguien podía llorar en un lugar así?), aún no creía poder estar presente.
Mosaico regalado por el Papa |
Entonces sucedió: vi bajar el helicóptero, que previamente había sobrevolado el Cerro del Cubilete, tan representativo para los católicos de todo el país, pues es donde está el Santuario que el pueblo de México dedicó a Cristo Rey (que, como nota al margen, representó una época en la que el pueblo se unió contra la represión religiosa del gobierno dando pie a la Guerra Cristera). El momento había llegado, el Papa estaba entre nosotros.
Se sentía la expectativa de todos los que estábamos congregados: es un Papa desconocido para muchos, con fama de serio, de poco expresivo, al que frecuentemente se le comparaba con el carácter del Beato Juan Pablo II. En días pasados a la visita, los medios de comunicación comparaban a ambos Papas y hablaban de la “prueba de fuego”, de que ahí se iba a ver si los mexicanos amaban al Papa o sólo a Juan Pablo II (que nos visitó varias veces), de si el Papa Benedicto “llenaría” los zapatos de su predecesor y muchas especulaciones más.
Las porras se escuchaban, coreadas por todos: “Ya falta poquito para ver a Benedicto”, “Benedicto, hermano, ya eres mexicano”, “Se ve, se siente, el Papa está presente”, pero una vez que el Papamóvil apareció, la gente se volcó en amor hacia el Papa, hacia su Papa, pues en ese momento lo sintieron suyo. El Santo Padre quiso romper el protocolo del recorrido (pues sólo pasaría originalmente cerca de algunos sectores) y pidió pasar a saludar a todos los que estábamos ahí: no hubo nadie que no viera de cerca al Papa, por el que habían pasado penurias y dificultades. Nadie se fue de ahí sin verlo cerca, aunque fuera en el Papamóvil. Después de la Misa, al regreso, con profunda emoción y asombro en sus palabras, una señora me dijo: “yo le dije a mi comadre, vamos a hacer bola, que no nos va a tocar verlo… y que pasa por donde yo estaba”. En algún momento alguien le pasó el sombrero de charro, insignia típica de los mexicanos (en la foto primera de esta entrada lo podemos apreciar) y así siguió recorriendo el área, mientras la gente aplaudía y coreaba porras. Había llegado el Papa.
Para mí, verlo pasar en frente, representó una gran emoción, pero también una inmensa paz. Comprendí que sólo alguien que tuviera una íntima y profunda relación con Dios a través de la oración podría irradiar una paz tan grande a pesar de todos los ataques, calumnias, difamaciones de las que ha sido objeto este Papa. Grandes cosas ha hecho por la Iglesia, pero desde el silencio, y poco le ha sido valorado, se le ataca por las terribles faltas de los sacerdotes pederastas, y él ha sido quien los ha castigado con más severidad, se le acusa de intolerancia y ha sido quien más ha buscado la reconciliación con los ortodoxos, anglicanos, lefebvristas, por citar algunos.
El comienzo de la Misa, marcado por la petición de no interrumpirla con aplausos y porras (los mexicanos somos muy dados a ello) señaló un momento de verdadero encuentro con Dios. Ahí caí en la cuenta que no iba a Misa con el Papa, sino que el Papa me iba a tomar de la mano para llevarme al encuentro de Jesús, que él estaba ahí para llevarme con Dios.
El silencio que viví en varias partes de la celebración (en el Acto Penitencial, después de la homilía, al término de la comunión) no era un silencio ornamental, ni improvisado, era un silencio en el que el Papa nos daba ejemplo de oración, de encuentro, era el silencio donde él hablaba con Dios y lo escuchaba, y me recordó que en mi vida también necesito del silencio, de callar los ruidos que tengo y que debo hacer pausas diarias para escuchar el susurro de Dios.
Fue sin duda una Misa celebrada a consciencia, con la delicadeza que el enamorado prepara el ramo de flores que le va a regalar a su amada, con la dedicación que la madre prepara la cuna de su hijo, con la devoción del que sabe que está ante la presencia de Dios. Cada elemento celebrado en su tiempo, vividos los signos como lo que son (medios para hablar con y escuchar a Dios), utilizando el canto como un medio para elevar el alma a Dios.
Los asistentes nos sentimos envueltos por ese ambiente de recogimiento y oración, nuevo para muchos, y nos sentimos ante la presencia del Misterio, y nos rendimos ante Él: con silencio profundo y con gran recogimiento fuimos viviendo la Misa junto con el Papa. No éramos simples espectadores, nos sabíamos partícipes de lo que en ese momento estaba sucediendo. A pesar de nuestro carácter estivo y jovial, respetamos el silencio y no hubo interrupciones.
La homilía nos recordó la necesidad de la conversión, de tener “un espíritu nuevo” (hablaré sobre ella posteriormente). La sentí dirigida a mí, que me recordaba que la Cuaresma es tiempo de conversión, que había ido ahí no a ver a Benedicto XVI, sino a escuchar a Dios que me pide que luche por ser santo.
La Liturgia de la Eucaristía fue celebrada casi enteramente en latín, como un signo de comunión con toda la Iglesia, como un recordatorio de que lo que celebramos va más allá de las lenguas, de las culturas, del tiempo: estamos ante Jesús que se entrega por nosotros.
La doxología (la aclamación “por Cristo, con Él y en Él…”, marca el fin de la Plegaria Eucarística) es el momento más sublime de la Liturgia, tanto que en la Iglesia primitiva “el Templo retumbaba con el Amén de los fieles”, que alaban a Dios por la sangre derramada por Cristo. Pues en la tierra de mártires, centro geográfico del país, al Pie de Cristo Rey, las voces de todos se unieron al coro y de forma impresionante el Amén retumbó por el Parque, recordándonos que nuestra vida tiene solamente sentido en Cristo, y que al Padre debía ser dado “todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”.
Platicando al regreso con la varios de los asistentes, coincidían en que todo lo sufrido había valido la pena, que habían vivido la Misa profundamente, que sentían al Papa como algo suyo, que había sido un gran encuentro con Dios.
Tuve un encuentro personal con el Papa. No me refiero a poder estrecharle la mano o recibir la comunión de su mano (nada me hubiera hecho más feliz en ese momento, pero nada de ello sucedió). Mi encuentro (que da título a esta entrada) fue el que se dio en la oración, el que él fomentó en mí para que me acercara a Dios, a que me llevó de la mano, me introdujo en su vida de oración para que, junto con Él, pudiera conocer a Jesús y que después pudiera yo hablar de esa experiencia.
Puedo decir que conozco mejor al Papa, pues viví junto con Él lo más cercano al cielo que se puede estar en la tierra, y fue entonces cuando comprendí lo que vino a hacer aquí en México: quiere llevarnos a Cristo, a vivir la oración, a pedir, junto con el salmista (del salmo que se usó en la Misa): “Crea en mí un corazón puro”. No vino a enseñarnos, sino a llevarnos de la mano, a que viviéramos junto con Él la experiencia de Jesús.
Gracias, Dios, por permitirme tan gran experiencia, que sin duda ha marcado mi vida cristiana.
Nota: las fotos son tomadas por un servidor en la Misa.